Nada hay más dramático que enfrentar el padecimiento de un hijo. Especialmente si siendo un bebé -que comienza a caminar, que aún no habla-, repentinamente llora, está agresivo, no duerme por las noches y no es por hambre, dolor, falta de higiene o enfermedad...
Con su esposo habían optado por sentar las bases de su matrimonio y familia en una cotidiana vida de fe, señala Teresa B. a Portaluz. Los sacramentos, las actividades pastorales y espirituales que compartían les daban una base, “que creíamos sólida para nuestras dificultades personales, las alegrías y debilidades, como pareja y familia”. Teresa y Roberto tenían tres hijas y anhelaban concebir un varón.
“Vivimos la noticia como un regalo de Dios que todos celebraban, cuando se supo que estaba embarazada esperando a Miguel. Fue tan deseado, querido y bienvenido este niño… que incluso los vecinos de mi sector enviaban saludos y regalos por montones”.
Ya en los primeros meses de gestación Teresa sintió que este era un niño especial, porque sin buscarlo empezaron las bendiciones. Estaba en su tercer mes de embarazo cuando el Papa Juan Pablo II llegó a Chile y por el vínculo activo que ella mantenía en la Iglesia, tuvo la oportunidad de estar físicamente muy cerca de él.
“Recuerdo que en un determinado momento el Papa me miró la barriga, sonrió, y me dio una bendición. Me estremecí de emoción, fue muy impactante. Ese mismo año además, dos obispos visitaron mi parroquia. Cada uno de ellos, en fechas distintas, nada más llegar, también me bendijeron el vientre. En algún momento me dije, ¡qué extraño esto!, tantas bendiciones para este bebé…”.
Una agresión oculta e inesperada
Miguel, confiesa esta madre, “era un niño que emanaba paz” y su bautizo fue celebrado, comenzando así su camino como hijo de la Iglesia… “Disfruto ir a misa cada día y por eso siempre llevaba al niño conmigo. Cierto día del año mil novecientos ochenta y nueve me comprometí para colaborar un par de horas en un retiro de oración guiado por unos sacerdotes amigos de nuestro cura párroco. Miguel tenía poco más de un año y como era una salida breve, no vi inconveniente en dejarle junto a sus hermanas al cuidado de una tía, hermana de mi padre, que me ofreció recibirlos aquella tarde”.
Cuando pasó a recogerlos Teresa notó a su hijo muy extraño. “Estaba inquieto, lloraba y lloraba”. Pensó que pronto se calmaría, pero la intranquilidad del pequeño continuó. Pasaban los días y el niño seguía muy llorón y casi no dormía por la noche. Los médicos no encontraban explicación, pero Teresa, por su sensibilidad espiritual captó que “algo” grave ocurría… “Comenzó a ponerse agresivo, especialmente cuando iba con él a misa. Luego de comulgar, teniéndolo en mis brazos… me agredía, mordía mi cara, me arañaba. Violento casi, todo era muy extraño. Me angustiaba no saber cómo ayudarlo, oraba más por él y continuaba llevándolo a misa conmigo. Pero lejos de variar su conducta se iba poniendo más agresivo y más llorón. Entonces yo decía, ¿qué pasa aquí?”
Fue su cura párroco quien después de la misa se me acercó. ¡Él también se había dado cuenta del cambio repentino de Miguel! y al saber que tampoco los médicos tenían explicación le refirió el nombre y dirección de dos sacerdotes que tal vez podrían ayudarles.
Suplicando al cielo
“Las distancias en Chile son bastante grandes y aunque estos sacerdotes vivían aproximadamente a tres horas de mi casa, decidí ir a conversar con ellos, el Padre Carlos Aldunate y el Padre Agustín Sánchez. Nada más llegar el Padre Carlos llamó al Padre Agustín y en ese momento el niño, cuando vio a este sacerdote, se puso llorón, llorón, ¡tremendo!, sin control. Me sentí horrible. Sereno, el Padre Agustín me hizo un gesto con la mano para que me acercase, al tiempo que se alejaba un poco; así es que le entregué a mi esposo el niño y fui con él… «Mira, yo no puedo ayudar en este momento a tu hijo», me dijo. «¿Pero Padre por qué, qué pasa?», repliqué. Y agrega… «Hay algo dentro de tu hijo, pero yo no lo puedo ayudar aún. Piensa Teresa, ¿con quién se quedó tu hijo, a cargo de quién, qué ha pasado en este tiempo? Mira, trata de averiguar y a la hora que sea, el día que tú te enteres, me llamas y lo traes»”.
Con el corazón apretado, muy triste, el matrimonio regresó a su hogar. Al llegar sus hijas estaban esperándolos en la puerta. Apenas se bajaron del auto les preguntaron cómo había ido todo con su hermano. Teresa les contó lo que el sacerdote Agustín Sánchez les había dicho…
“Ese día decidimos acostarnos temprano, tipo nueve y media. Estaba entrando el invierno, ya estaba frío y comenzábamos a dormirnos cuando escuchamos un par de golpes suaves en la puerta de nuestra pieza. Eran dos de nuestras hijas, las mayores… «Mamá, Papá, nosotras sabemos lo que pasó con mi hermano», fue lo primero que dijeron al entrar”...
El secreto
Teresa y su esposo se incorporaron en un segundo pidiéndoles que se explicaran…
“Nerviosa, una de ellas hizo el relato: «Bueno, ocurre que… ¿te acuerdas ese día cuando ustedes nos dejaron en la casa de la tía porque tenían un retiro y tú nos permitiste invitar a unas compañeras para hacer juntas las tareas?». Asentí, intentando mantener la calma. «Bueno –continuó narrando mi hija- cuando terminamos los deberes nosotras nos pusimos a jugar… Es que una de nuestras amigas llevaba la tabla de la Ouija, esa con las letras, con el vasito, para hablar con los espíritus… y empezamos a ver si nos resultaba. Estábamos en el comedor, abajo, y pusimos todo ahí en el piso, al lado del calefactor que tiene la tía…». Poco a poco, algo temerosas, casi arrepentidas diría, fueron narrándome su secreto. Nos dijeron que llevaban pocos minutos con lo de la Ouija y a su parecer todo iba bien, alguien o algo estaba allí, afirmaban. Pero repentinamente, sin darse apenas cuenta por lo concentradas que estaban en sus preguntas como en las respuestas que iban surgiendo, apareció su hermanito y sin tiempo de reacción para detenerlo, el niño con la inocencia propia de la edad, pasó corriendo por encima del tablero, que estaba en el suelo, desbaratándolo todo. Nuestras hijas nos miraban acongojadas mientras terminaban el relato confesándonos que en un primer instante sintieron mucha rabia con su hermanito por lo sucedido. «¿Pasó algo más hijas?», pregunté. Y me aseguraron que eso era todo.
Sin demora el matrimonio llamó al sacerdote Sánchez quien les indicó que la familia completa fuera de inmediato a verlo. “Partimos todos y nuevamente, nada más entrar al jardín de la casa de los sacerdotes, mi hijo se puso a llorar, se revolvía en mis brazos, estaba claro que no quería entrar allí, el corazón me dio un vuelco”.
Liberación
El Padre Agustín –cuenta Teresa- conversó con cada una de las niñas, las confesó, luego las ungió y con firmeza como lo haría cualquier papá, las reprendió por su imprudencia. En eso estaban, dice, cuando apareció también el Padre Carlos y el Padre Agustín tomando de los brazos de Teresa a su hijo se lo entregó al recién llegado… “Miguel lloraba a todo pulmón cuando ambos sacerdotes ingresaron en la capilla del recinto llevando a mi hijo. Yo, instintivamente les seguí para entrar con ellos, pero el Padre Agustín me detuvo y dijo… «No hija, tú te quedas fuera»”.
La angustia, los nervios, pero también la esperanza de que todo se resolviera por fin, formaban un torbellino en la mente de la atribulada madre, padre y hermanas. “Yo lo único que sentía era la voz fuerte del Padre Agustín adentro exorcizando a mi hijo y como no conocía del tema la inquietud me aguijoneaba pensando… ¿pero qué le están haciendo a mi hijo?”.
Cuando Teresa estaba al límite de estas emociones “¡salieron de la capilla y traían a mi hijo, dormido, con ese rostro plácido que siempre había sido tan característico en él y que en las últimas semanas había perdido!”.
Al entregarle –dice la madre- al pequeño Miguel, el sacerdote Agustín Sánchez se dirigió nuevamente a las niñas, al tiempo que acariciaba sus cabezas, diciéndoles: «¡Y ustedes no jueguen más con tonteras… ¡porque miren lo que pasó con su hermano, se le había metido un ‘espíritu inmundo!».
Aún tuvieron que llevar al niño nuevamente en varias ocasiones con el sacerdote, según él mismo se los indicara. “En esos momentos el padre Carlos lo ungía con aceite –que supe era para exorcizar- en la frente, en sus manitos y otros lugares del cuerpo. Luego oraba por el niño pidiendo a la Virgen María que lo protegiera. Aún recuerdo que sería luego de la tercera o cuarta de esas liberaciones que mi hijo comenzó a estar envuelto en un aroma a flores, que se podía percibir en los lugares donde había estado y esto siguió ocurriendo varios días después que terminó todo el ciclo de unción y oraciones. Yo también rezaba cada día con ahínco por mi hijo y al finalizar, este buen sacerdote me enseñó una oración de protección que hasta hoy es una de mis devociones cotidianas; es la conocida Coraza de San Patricio, pero en versión adaptada por este exorcista.”
Con el paso del tiempo, agradecida de Dios, esta experiencia llevó a Teresa a participar hasta hoy en un pequeño grupo de laicos que colaboran con sacerdotes para liberar a otros que son atormentados por el demonio. “En un comienzo me provocaba algo de temor el saber que estaba decidiendo servir a Nuestro Señor Jesucristo enfrentando a su enemigo. Pero Jesús gracias a la vida sacramental me da su gracia y ya no temo. Si Cristo está contigo ¿quién contra ti? La clave está en mantener una vida coherente con la fe. Miguel, mi hijo, volvió a ser el mismo de siempre. Cuando comenzó a hablar, sin proponérselo nosotros, pedía él mismo ir a misa e incluso prepararse para la Primera Comunión. La hizo a los siete años y el Padre Carlos se la dio. El quería recibir a Jesús. Continuamos orando juntos por su protección. Es importante que él y todos quienes han vivido algo semejante tengan conciencia que si una vez te pasó, puedes ser vulnerable a que te ocurra de nuevo si olvidas estar en comunión con Dios… Padre, Hijo, Espíritu Santo y como mediadora poderosa la Virgen María, Madre, que siempre acude en nuestra ayuda”.
Nota del editor: Por expresa solicitud de la madre al editor de Portaluz, a quien entregó su testimonio (el cual se encuentra debidamente registrado), hemos cambiado los nombres de las personas señaladas en el relato, con excepción de los nombres de ambos sacerdotes. Los sacerdotes Carlos Aldunate y Agustín Sanchez, efectivamente atendieron y acompañaron en Chile a las personas que el relato refiere, en los hechos que se narran.