
por Portaluz
13 Junio de 2025Hace más de cuarenta años, Gloria Riva (Monza, Italia, 1959) -según informa El Debate- cruzó una intersección sin imaginar que, al otro lado, un coche a toda velocidad cambiaría el rumbo de su vida. Tenía 21 años, estaba prometida, había retomado tímidamente la fe tras un viaje a Lourdes, e iba de camino a una discoteca con su novio. Después del impacto, vino el silencio, la oscuridad... y, según su propio testimonio, la percepción clara de que se encontraba al final de su vida.
Riva, monja perteneciente a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, fue la encargada de predicar la meditación a la Curia Romana y al Papa León XIV este lunes en el Aula Pablo VI, como antesala a la jornada jubilar de los trabajadores del Vaticano. Su intervención -apunta diario El Debate- no abordó esta experiencia límite, pero quienes conocen su trayectoria saben que ese episodio, vivido décadas atrás, marcó el origen de su vocación.
Una luz en la oscuridad
«Tuve la clara percepción de estar al final de mi vida y me abandoné por completo», narraría años más tarde en una entrevista concedida a Francesco Agnoli. Pero en medio de ese vacío, asegura que emergió una paz profunda. «Una pequeña luz blanquísima se abrió ante mis ojos y se fue expandiendo. Sentí que Dios estaba allí, y que Dios era amor».
La escena que describe tiene los elementos clásicos de una experiencia cercana a la muerte, pero Riva la cuenta desde una conciencia lúcida. Asegura que vio pasar su vida como una película, y que la luz le revelaba no un juicio externo, sino una verdad interna. «No era Dios quien me juzgaba. Era yo quien comprendía, con dolor, que esa libertad que irradiaba la luz no estaba en mi vida. Y, al mismo tiempo, sentía una alegría indescriptible: me tenían en cuenta, me amaban, me deseaban para esta historia».
Cuando recobró la conciencia, estaba inmóvil, con siete fracturas, hemorragia interna y daño cerebral, pero el recuerdo de esa luz era como una prueba de fuego. Observó su cuerpo desde fuera, identificó a personas que luego pudo describir, y entendió algo clave: su percepción solo se activaba por los vínculos afectivos. «No oía sirenas. Pero sí veía a mi novio, jadeando al borde de la carretera. Y sentía dolor por él».
«No hace falta morir para ver la luz»
Durante los seis meses de hospitalización, comenzó a cambiar su forma de ver la vida. Lo que antes parecía suficiente, ya no lo era. Sentía una urgencia interna: contar lo vivido, dar testimonio, no quedarse con esa luz solo para ella.
Ese impulso la llevó de vuelta a Lourdes, esta vez en busca de respuestas. Regresó junto a su prometido. Y allí, un día, se fue a pasear, terminando en la cripta del santuario. No lo sabía, pero justo entonces se celebraba la adoración perpetua. Entró por un largo pasillo flanqueado por pequeñas capillas y llegó a una estancia circular, silenciosa, envuelta en penumbra. Dos religiosas vestidas de blanco oraban frente a una custodia de metal que simulaba una corona de espinas.
Entonces, lo sintió. «La Eucaristía estaba iluminada desde atrás, y distinguí una pequeña luz en la oscuridad. Pensé: 'Aquí está la luz que encontré en el camino. No hay que morir para verla. La Iglesia la esconde cada día en el altar, allí donde se celebra'».
Allí, entre la oración, el silencio y la contemplación, empezó a percibir otra urgencia: la belleza, como signo de lo sagrado, estaba desapareciendo del corazón de la vida cristiana. «Comprendí que la Eucaristía era un tesoro pisoteado por los propios católicos. Que existía una belleza incomprendida y silenciada, y que era necesario aumentar la fuerza de la llamada». Ese día decidió no separarse nunca más de esa luz. Rompió su compromiso y pocos meses después se unió a las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, donde permanecería durante 23 años.
A petición de las superioras, comenzó a dar formación a laicos y a explicar la fe a través del arte. Ese ejercicio se convirtió en una misión. «Descubrí que era un carisma». Y con el tiempo, sintió que debía dar un paso más. En 2007, ya fuera del monasterio original, fundó en la diócesis de San Marino-Montefeltro una comunidad monástica que unía dos pilares: la adoración eucarística y la búsqueda de la belleza, especialmente en la liturgia.
Una luz que también pintó El Bosco
Hablar de una experiencia cercana a la muerte, como la que vivió Gloria Riva, no es sencillo. Ella misma lo admite. «Explicarla es arriesgado. Puedes ser comprendido, pero también puedes caer en lo banal, el ocultismo, lo que suena a Nueva Era. Lo he experimentado varias veces», reconoce.
Pero hubo un hecho que, con los años, reforzó su certeza interior. Un día, casi por azar, se topó en un museo con el políptico Visión del más allá, atribuido a El Bosco. Lo había estudiado en la escuela, sin mayor impresión. Esta vez, sin embargo, la conmoción fue inmediata. «Comprendí que solo alguien que hubiera vivido algo similar podría pintar con tanta precisión lo que yo había visto», afirma. El panel que más le impactó fue el conocido como «el empíreo»: una especie de túnel de luz blanca, circular, que atraviesa la oscuridad como una hostia incandescente
En la parte inferior del panel, se distinguen figuras humanas detenidas por ángeles de alas negras. Las almas aparecen con los brazos alzados, como paralizadas, incapaces de avanzar, «pero con el rostro girado hacia la luz», explica la religiosa. Es esa tensión —la mirada persistente hacia lo alto— lo que parece purificarlas. Más arriba, en una zona intermedia del túnel luminoso, otros ángeles, esta vez con alas rojas —símbolo del fuego que purifica—, sostienen a almas que también se orientan hacia la luz, pero cuyas manos han adoptado una postura de oración. Es el deseo de Dios lo que las eleva.
Finalmente, en la zona más cercana al fulgor blanco, justo donde comienza el cono de luz más intensa, aparecen almas guiadas por ángeles de alas blancas. Sus cuerpos están en actitud de acogida, «con los brazos extendidos hacia el abrazo»-señala-, como si ya participaran del misterio último.
Para Riva -señala El Debate- esa imagen fue reveladora. «Ese cuadro correspondía exactamente a lo que viví. Me reconfortó ver cómo un pintor del siglo XVI, que ciertamente no podía conocer las terapias intensivas ni el encarnizamiento terapéutico, pintó algo muy cercano a lo que relatan aquellos que, por así decirlo, han regresado... tal vez para advertir a nuestro mundo materialista que el paraíso existe».
Fuente: ElDebate.com