Viendo la primavera y la Pascua

Viendo la primavera y la Pascua

P. Ronald Rolheiser por P. Ronald Rolheiser

21 Abril de 2025

A mediados de mis 20 años pasé un año estudiando en la Universidad de San Francisco. Acababa de ser ordenado sacerdote y estaba terminando un postgrado en teología. El Domingo de Resurrección de aquel año fue un día primaveral, soleado y especialmente hermoso, pero no me encontraba de buen humor. Estaba muy lejos de casa, de mi familia y de mi comunidad, añoraba mi tierra y estaba solo. Casi todos los amigos que había hecho durante ese año de estudios, otros estudiantes graduados en teología, se habían ido a celebrar la Pascua con sus familias. Echaba de menos mi casa y estaba solo y, además, sufría las angustias y obsesiones congénitas de los jóvenes inquietos. Mi estado de ánimo distaba mucho de la primavera y la Pascua.

Esa tarde salí a pasear y el aire primaveral, el sol y el hecho de que fuera Pascua no contribuyeron mucho a subirme el ánimo, más bien ayudaron a catalizar un sentimiento más profundo de soledad. Pero hay diferentes maneras de despertarse. Como dice Leonard Cohen, hay una grieta en todo y por ahí entra la luz. Necesitaba un pequeño despertar y al final me lo proporcionaron. A la entrada de un parque, vi a un mendigo ciego sentado con un cartel de cartón delante en el que se leía: ¡Es primavera y soy ciego! No se me escapó la ironía. Yo era tan ciego como él. Por lo que estaba viendo bien podría haber sido Viernes Santo y llover y hacer frío. Ese día se me escapaban el sol, la primavera y la Pascua.

Fue un momento de gracia y desde entonces he recordado ese encuentro muchas veces, aunque no alteró mi estado de ánimo en aquel momento. Continué mi paseo, inquieto como antes, y finalmente me fui a casa a cenar. Durante aquel año de estudios, fui capellán interno en un convento que tenía anexado un albergue juvenil y la norma de la casa era que el capellán debía comer solo en su comedor privado. Así que, aunque eso no era exactamente lo que un médico habría ordenado para un joven inquieto y nostálgico, cené solo aquella noche del Domingo de Resurrección.

Pero la resurrección llegó para mí aquel Domingo de Pascua, aunque un poco tarde. Otros dos estudiantes de posgrado y yo habíamos hecho planes para reunirnos frente al océano cuando anocheciera, encender una hoguera y celebrar nuestra propia versión de la vigilia pascual. Así que, justo antes del anochecer, cogí un autobús hasta el océano y me reuní con mis amigos (una monja y un sacerdote). Encendimos una gran hoguera (todavía legal en aquella época), nos sentamos a su alrededor durante varias horas y acabamos confesándonos mutuamente que habíamos pasado una Pascua miserable. Aquella hoguera hizo por nosotros lo que no había hecho la bendición del fuego la víspera en la vigilia pascual. Rompió el hechizo de inquietud y ensimismamiento que nos tenía ciegos a todo lo que estaba fuera de nosotros. Mientras contemplábamos el fuego y hablábamos de todo y de nada, mi estado de ánimo empezó a cambiar, mi inquietud se calmó, la pesadez desapareció. Empecé a sentir la primavera y la Pascua.

En el relato que Juan hace de la resurrección, cuenta cómo en la mañana de la primera Pascua el Discípulo Amado corre a la tumba donde han enterrado a Jesús y se asoma a ella. Ve que está vacío y que lo único que queda son las ropas, pulcramente dobladas, en las que habían envuelto el cuerpo de Jesús. Pero como es un discípulo que ve con los ojos del amor, comprende lo que esto significa; capta la realidad de la resurrección y sabe que Jesús ha resucitado. Ve la primavera. Comprende con sus ojos.

Hugo de San Víctor dijo una vez célebremente: El amor es el ojo. Cuando vemos con amor, no sólo vemos recto y claro, sino que también vemos profundidad y significado. Lo contrario también es cierto. Por una buena razón, después de que Jesús resucitara, algunos pudieron verle y otros no. El amor es el ojo. Los que buscan la vida a través de los ojos del amor, como María de Magdala que buscaba a Jesús en el huerto la mañana del Domingo de Resurrección, ven la primavera y la resurrección. Con cualquier otro tipo de ojo, nos quedamos ciegos en primavera.

Cuando salí a pasear aquella tarde de Pascua de hace tantos años en San Francisco, yo no era exactamente María Magdalena buscando a Jesús en un jardín, ni el discípulo amado que, impulsado por el amor, corrió a mirar la tumba de Jesús. En mi inquietud juvenil, me buscaba sobre todo a mí mismo, y me encontraba sobre todo con mi yo ansioso. Y eso es una ceguera. Cuando estamos atrapados en nosotros mismos, estamos ciegos, ciegos tanto a la primavera como a la resurrección. Aprendí esa lección, no en una iglesia o en un aula, sino en un solitario e inquieto Domingo de Pascua en San Francisco, cuando me encontré con un mendigo ciego y luego me fui a casa y cené a solas la Pascua.