
Ante el declive del autoritarismo, nos encontramos quizá hoy ante una ocasión inmejorable de devolver a la autoridad su auténtico sentido, despojándola de las muy diversas formas falseadas que han deformado su rostro amable, convirtiéndola en origen de automatismos, de rechazo o de sumisión.
La autoridad ha de estar, quizá hoy más que nunca, avalada por el prestigio.
Además, la afirmación desnuda e impositiva, propia del talante autoritario, no es otra cosa, en muchos casos, que simple pereza intelectual. La verdadera autoridad acostumbra a dejar en sus juicios, cuando conviene, la huella del movimiento que le condujo hasta ellos, y siempre procura:
- Guardarse de querer juzgarlo todo, como si se contemplara la realidad desde una atalaya privilegiada (además, quienes se lanzan a juzgarlo todo y precipitadamente, se arriesgan mucho a no comprender bien lo que pasa, pues esa actitud disminuye enormemente su capacidad de atención);
- Hacer un esfuerzo para no caer en el simplismo, no etiquetar los problemas para eludir su complejidad, ni dar respuestas triviales a problemas insuficientemente planteados;
- Adoptar una actitud positiva y abierta ante los nuevos modos de entender las cosas, los nuevos estilos de vida, y ante la evolución de la sociedad;
- Huir de los tonos catastrofistas o apocalípticos, del talante de queja habitual, de la negación de los valores positivos que siempre surgen en los cambios históricos;
- No hacer juicios ni condenas precipitadas de mentalidades, actitudes o sistemas de pensamiento.
El error del autoritarismo, como el del permisivismo, tienen nefastas consecuencias en la educación y en la organización social:
Ni la libertad exige el permisivismo, ni la autoridad ha de suponer autoritarismo.