
Frente al amor, que tiene una visión ensimismada y microscópica del prójimo y necesita conocerlo hasta en sus detalles más menudos (amar es conocer), el odio prescinde siempre de los matices, se conforma con simplificaciones sumarias (odiar es ignorar). La capacidad simplificadora del odio la descubrimos, por ejemplo, en los términos despectivos o denigrantes que emplea el racismo: a los emigrantes españoles que llegaban a América los llamaban 'gallegos', aunque fuesen vascos o andaluces; a los emigrantes de América que llegan ahora a España los llaman 'panchitos', aunque sean cholos o mulatos (e incluso aunque sean tan 'blancos' como cualquier señor de Cuenca o Albacete). El odio siempre necesita meter a las víctimas señaladas con su vómito en la misma bolsa, necesita incluirlas en categorías 'esencialistas' que ignoren sus existencias concretas.
Y también necesita aferrarse desesperadamente a las abstracciones desarraigadas de la realidad para justificarse. Así ocurre con el racismo, que para estigmatizar a esas víctimas señaladas con su vómito necesita crear categorías que se le contrapongan, que utiliza a modo de santuario donde refugiarse. Así, los racistas tienen que inventarse categorías raciales que los distingan: en otras épocas se proclamaban 'arios' o 'caucásicos'; ahora, sin adscribirse a estos chiringuitos delirantes, hablan de 'reemplazo' o 'sustitución' étnica, donde por un lado se hallan los 'marrones', que englobarían a los negros, los 'panchitos' y los moros (entendiendo por 'moros' a todos los musulmanes, faltaría más) y por otro una extraña numancia genética 'europea' (en la que, por supuesto, el racista siempre se incluye, aunque su pinta sea más almorávide que almogávar), con ensoñaciones célticas (siempre estos racistas sueñan con la mujer rubia y de ojos claros, aunque su señora madre tuviese la tez aceitunada).
Todas estas entelequias generadas por el odio son, antes que otra cosa, delirios patéticos de gente que sublima su frustración e insignificancia inventándose quimeras supremacistas. La realidad es que la humanidad, desde sus orígenes hasta nuestros días, fue una sinfonía de mestizajes en la que no existen las razas puras ni los 'reemplazos' étnicos. Para un cristiano, por lo demás, la unidad del género humano se funda en dos hechos centrales de su fe: Dios ha hecho nacer a todos los hombres de una misma pareja y más tarde ha querido que su Hijo se ofreciese como víctima propiciatoria universal. Cualquier entelequia que pretenda compartimentar a la Humanidad en grupos étnicos es radicalmente anticristiana, incluyendo las que se presentan como cristianas, como por ejemplo todas las bazofias de cuño puritano o calvinista (patéticos recuelos del periclitado ideal judío de la Antigua Alianza) que proclaman de forma más o menos explícita la existencia de 'pueblos elegidos' o comunidades humanas predestinadas a las que todos los demás pueblos deben someterse o rendir pleitesía.
Ahora bien, el rechazo al odio que alimenta todas estas entelequias no debe empujarnos a abrazar otras entelequias buenistas igualmente malignas que desprecian las identidades concretas y aspiran a crear una humanidad 'sin fronteras' (es decir, desarraigada) que se despoje de sus tradiciones ancestrales, de sus costumbres centenarias, de sus devociones particulares, de sus creencias más entrañadas, para congregarse en torno a abstracciones grotescas, llámense 'Estado de bienestar', 'Unión Europea' o cualquier otra carcasa idiotizante, incluida por supuesto una falsa 'Hispanidad' de enjambre que no es sino una variante del globalismo con música de reguetón y chiles picantes. Toda comunidad humana tiene el derecho -y el deber- de vivir según su peculiar forma de ser y estar en el mundo, cultivando el tesoro de la tradición que le precede, que por supuesto debe ser hospitalaria con las riquezas venidas de allende sus fronteras, siempre que no sean caballos de Troya diseñados para disolver su peculiaridad. Frente a las ideologías modernas que postulan un universalismo abstracto, el pensamiento tradicional postula la existencia de auténticas comunidades políticas que preserven y vivifiquen su acervo espiritual, moral y cultural, rechazando por igual las entelequias etnicistas y universalistas, que no son sino el anverso y el reverso de la misma moneda.
Sólo que una auténtica comunidad sólo puede fundarse -como nos enseñaba Unamuno- bajo el 'fundente de una misma fe'; lo cual, naturalmente no significa que todo el mundo tenga que adorar el mismo Dios por decreto, sino que todos los miembros de la comunidad se tienen que reconocer en un ethos religioso común, plasmado en las diversas realidades morales, políticas, culturales, etcétera. Sobre ese 'fundente' común es posible fundar auténticas comunidades que creen civilización, frente a las disociedades de hormiguero o las ensoñaciones etnicistas que -como reacción- postulan las ideologías modernas. En este sentido, el pensamiento tradicional no defiende una falsa hispanidad de acarreo (por lo demás, colonizada por los gringos, corrompida por sus costumbres repugnantes, sus sectas religiosas infames y sus subproductos culturales de baratillo), sino una Hispanidad orgánica, fundada en los principios de la civilización cristiana, que desde luego favorezca el mestizaje pero desde el derecho -y deber- que toda comunidad humana tiene a vivir según su peculiar forma de ser y estar en el mundo, sin sufrir agresiones uniformizadoras.
Pero para ser y estar en el mundo de una forma peculiar hay que creer en algo. Cuando se ha dejado de creer, las comunidades se convierten en disociedades; y el destino de una disociedad es irse pudriendo en el desarraigo, mientras su identidad es pisoteada por sucesivas invasiones bárbaras.
Fuente: ABC.es