
por Andrea Tornielli
Javier Cercas construyó toda su novela-verdad de casi quinientas páginas, "El loco de Dios en el fin del mundo", dedicada al viaje del Papa Francisco a Mongolia, en torno a una sola pregunta sobre la resurrección de la carne. A él, escritor declaradamente agnóstico y anticlerical, le movió un acto de amor a su madre enferma y la certeza de que volvería a ver en el cielo a su marido, muerto desde hacía años. El lector tiene que hacer un largo y emocionante viaje antes de llegar, como en el esperado final de una novela de misterio, a la respuesta.
Estamos en vísperas de los tres días más importantes para los cristianos de todo el mundo, durante los cuales conmemoramos el acontecimiento que está en el origen de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, que tuvieron lugar hacia el año 30 en una provincia remota y periférica del imperio romano. Conviene detenerse a reflexionar, haciendo nuestra esa pregunta, no sea que las noticias impactantes y las mil preocupaciones cotidianas nos distraigan del corazón del suceso.
Los evangelios canónicos no fueron ideados en un escritorio siglos después por autores de una ficción piadosa ni por fanáticos propagandistas de una ideología religiosa, sino que se basan en testimonios de testigos oculares. Representan un relato sobrio de hechos, están muy lejos del sensacionalismo milagroso y no describen el momento de la resurrección. No narran lo que ocurrió dentro del sepulcro de José de Arimatea, "prestado" para la sepultura del Nazareno. Cuentan solo lo que humanamente es posible contar y lo que fue atestiguado: aquel Hombre, el único en la historia de la humanidad que se definió a sí mismo como "el camino, la verdad y la vida", reivindicando una naturaleza divina, había sido brutalmente colgado del infame suplicio de la cruz como un malhechor, y había muerto. Su cuerpo fue retirado con prisa y sepultado con igual premura. Sus amigos, salvo uno —Juan—, lo habían abandonado en el Calvario, donde las mujeres demostraron ser más valientes que ellos. Luego, al amanecer del tercer día, mientras los apóstoles permanecían aterrados y encerrados con llave en el cenáculo, las mujeres hicieron un descubrimiento estremecedor: el sepulcro vacío y Jesús vivo.
La historicidad de la narración de la sepultura, así como la del relato del sepulcro vacío, ya no es cuestionada por los estudiosos serios: ¿por qué iba alguien a inventar la acusación del robo del cuerpo si el sepulcro no estaba vacío? Pero la fe de María Magdalena, de Pedro y Juan, de Tomás y de los demás apóstoles no se basa, ni se ha basado nunca, en los signos, aunque elocuentes, del sepulcro vacío y de los paños que permanecieron intactos. Una ausencia no basta para suscitar una convicción tan "loca" como la de la resurrección de un cuerpo que se puede tocar pero que al mismo tiempo vive en otra dimensión y puede atravesar los muros. Es cierto que Juan, mirando los paños del sepulcro, "vio y creyó", pero en el origen de la fe de aquellos doce hombres perdidos, y de aquel pequeño grupo de mujeres que asistieron a la madre de Jesús bajo la cruz, solo puede haber habido una presencia mucho más impactante que algún signo. El que había muerto y había sido sepultado, revivió. Y le vieron, le hablaron, le tocaron, comieron con él. María Magdalena y las demás mujeres fueron los primeros testigos.
Hay un Big Bang en el origen del cristianismo que no se puede explicar con categorías sociológicas.
¿Qué pudo transformar a un pequeño grupo de discípulos aterrorizados y desilusionados en incansables anunciadores de la muerte y resurrección de Cristo, dispuestos a testimoniar ante todos lo que habían visto y a morir como mártires por contarlo? Aquello que los movió está atestiguado desde el principio, en estas palabras de Pablo en la primera carta a los Corintios: «Les transmití, ante todo, lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez: la mayoría de ellos vive todavía, aunque algunos ya han muerto. Luego se apareció a Santiago, y después a todos los apóstoles». Palabras que los estudiosos consideran que no fueron escritas directamente por el Apóstol, sino tomadas de una tradición anterior que se remonta a los años treinta del primer siglo de la era cristiana. Los evangelios, cuya redacción es posterior, concuerdan completamente con esta síntesis del misterio pascual.
La estudiosa judía Paula Fredriksen, profesora emérita de Escritura en la Universidad de Boston, escribió en el libro "Jesús de Nazaret: Rey de los Judíos": "sé que en sus términos lo que vieron fue a Jesús resucitado. Esto es lo que dicen los discípulos. Todas las pruebas históricas que tenemos más tarde atestiguan su creencia de que eso es lo que vieron. No estoy diciendo que realmente vieron a Jesús resucitado. Yo no estaba allí, no sé lo que vieron. Pero como historiadora sé que debieron ver algo. La creencia de los discípulos de que vieron a Cristo resucitado... tiene fundamentos históricos, hechos conocidos indudablemente desde la primera comunidad después de la muerte de Jesús".
El entonces Patriarca de Venecia Albino Luciani observaba en una memorable homilía de la Pascua de 1973: "La incredulidad inicial, por tanto, no era solo de Tomás, sino de todos los apóstoles, personas sanas, robustas, realistas, alérgicas a todo fenómeno de alucinación, que se rendían sólo ante la evidencia de los hechos. Con semejante material humano, también era altamente improbable pasar de la idea de un Cristo digno de revivir espiritualmente en los corazones a la idea de una resurrección corporal a fuerza de reflexión y entusiasmo. Por cierto, en lugar de entusiasmo, tras la muerte de Cristo, sólo hubo abatimiento y decepción en los apóstoles. También faltó tiempo: ¡no es en quince días cuando un grupo fuerte de personas, poco acostumbrado a la especulación, cambia en bloque de mentalidad sin el apoyo de pruebas sólidas!".