Hace un par de semanas, causaban general (y también efímera) consternación las imágenes de cientos de hombres de raza negra que se amontonaban en un solar –como si fuesen un rebaño que aguarda en el matadero–, después de intentar infructuosamente saltar la valla que separa Nador de Melilla. Muchos de aquellos hombres parecían heridos o contusos o inconscientes, como si acabaran de recibir una soberana paliza; y de vez en cuando se aproximaban a ellos policías marroquíes, para propinarles algún porrazo de propina. Varias decenas de aquellos hombres murieron en aquella jornada; pero nuestro inefable doctor Sánchez elogió sin ambages la «extraordinaria actuación» de la policía marroquí y calificó la operación de «bien resuelta». Inevitablemente, sus palabras causaron consternación y escándalo entre los corazones piadosos.
De repente, los corazones piadosos descubrían que nuestros gobernantes ‘subcontratan’ el control migratorio al gobierno marroquí, que apechuga gustosamente con las masacres de negros, para que nuestra Arcadia democrática se mantenga impoluta. Las muertes de esos negros importan poco, con tal de que no nos enteremos (‘negros que no se ven, corazón que no siente’), como tampoco nos importan –cuando la televisión no las divulga– las muertes de otros miles hacinados en pateras, o ahogados en el mar, o asfixiados en contenedores de mercancías, en su afán por cruzar fronteras. Al ‘externalizar’ los aspectos más desagradables del control migratorio, nuestros humanitarios gobernantes se proponían ‘sacar de foco’ a los negros, para evitar que nuestros piadosos corazones se sobresaltasen.
En los países occidentales, la gente quiere vivir entre imágenes plácidas e idealizadas que pregonen la existencia de una Arcadia democrática donde imperan los derechos humanos en todo su esplendor. En esta Arcadia democrática, los negros pueden tener cabida, siempre que se los presente como productos cuquis del tablero ‘diverso’ e ‘inclusivo’, junto a intersexuales y lesbianos con barba; siempre, en fin, que sirvan para estimular nuestra euforia sistémica. Nadie, en cambio, quiere ver a negros harapientos y sudorosos que cruzan la frontera burlando la vigilancia de las patrulleras costeras o dejándose jirones de piel en las concertinas de las vallas, agazapados en contenedores o en los maleteros de los coches. Estos negros ansiosos de vivir, ansiosos de matar el hambre, ansiosos de pegarle un mordisco a nuestra opulencia, los percibimos como un peligro que hace añicos nuestra Arcadia democrática, los percibimos como intrusos que vienen a desbaratar nuestro tablero ‘diverso’ e ‘inclusivo’, porque además de sudorosos y harapientos ni siquiera son lesbianos, ni intersexuales, ni nada cuqui que pueda conmover nuestros corazones piadosos. Los percibimos, en fin, como una amenaza biológica, como una plaga de animales viscosos y furtivos, dispuestos a reproducirse exponencialmente, como mejillones cebra o mosquitos tigre o cangrejos chinos o cualquiera de esas especies repulsivas que invaden nuestros ríos, nuestros mares, nuestro espacio vital, trayendo consigo enfermedades sin cuento, pobreza, delincuencia, todas las calamidades que amenazan con destruir nuestra Arcadia democrática donde imperan los derechos humanos en todo su esplendor. A estos negros preferimos no verlos siquiera; sabemos que existen, pero preferimos no conocer sus desgracias; su deseo de vivir nos parece casi un delito, aunque nos aprovechemos de las condiciones indignas en las que, una vez cruzada la frontera, tendrán que trabajar, para ganarse el sustento. Sólo esperamos que, si logran traspasar la frontera, los pongan en cuarentena en un siniestro ‘centro de acogida’ con colchones hediondos y rancho vomitivo, antes de distribuirlos por las explotaciones agrícolas donde deberán recolectar fruta, como un ejército de reserva dispuesto a trabajar en condiciones que ninguno de nosotros aceptaríamos. Todo ello sin que nuestros corazones piadosos se sobresalten, sin que nuestros ojos pitañosos vean, sin que nuestras inmaculadas conciencias se inmuten.
Para proteger la inocencia genuina de nuestros corazones piadosos, que no merece ser asediada por imágenes macabras de negros masacrados, que no merece tener que asomarse a la trastienda oscura de su Arcadia democrática, nuestros gobernantes subcontrataron a los marroquíes, después de entregarles en bandeja la cabeza del pueblo saharaui (que así también podrá ser masacrado más desenfadadamente). Pero los marroquíes, aunque han completado una «extraordinaria actuación», han demostrado, en cambio, que son muy poco delicados con nuestros piadosos corazones.