por Cardenal Felipe Arizmendi Esquivel
Hechos
He conocido muchísimas, muchísimas familias, de muy variadas posiciones sociales y económicas, sobre todo pobres y de clase media, que educan bien a sus hijos, aunque económicamente no les puedan dar todo lo que necesitarían.
Lo hacen no tanto con palabras y consejos, sino con el ejemplo de su vida. Los hijos aprenden el respeto a los demás, el trabajo honrado, la tolerancia recíproca, la prioridad de la familia y de Dios.
Con el tiempo, alguno de los hijos puede contaminarse con malas amistades, o ser arrastrado por la ambición del dinero, por el alcohol o las drogas, por los excesos sexuales, pero en su corazón lleva los valores recibidos en su familia, y tarde o temprano recapacita y vuelve al buen camino aprendido en el hogar.
Por lo contrario, también he conocido familias desintegradas, por la violencia interna, por las infidelidades conyugales, por la prolongada y constante ausencia paterna o materna, que dejan la casa para ir a trabajar, con la mejor intención de llevar a casa el pan de cada día, pero cuyos hijos crecen sin presencia educativa de sus padres. Se sienten solos, desprotegidos, no acompañados ni comprendidos, no corregidos, expuestos a malas compañías, incluso a ser reclutados por el crimen organizado, que les ofrece dinero, armas, ser parte de un grupo y presumir de tener poder social. Muchísimos casos de quienes cometen diversos crímenes, proceden de familias no integradas.
Ahora que se acerca Navidad, llama la atención que Jesús, siendo Hijo de Dios Padre, nace, crece y convive con una familia de clase sencilla, en un pueblo sin mayor aprecio social; respeta y obedece a sus padres, quienes le reprochan no tomarlos en cuenta cuando se queda en Jerusalén sin avisarles. Hasta los 30 años, está en casa trabajando como uno más; y cuando empieza su predicación por diversos lugares, siempre tiene en cuenta a su familia.
Iluminación
Los obispos mexicanos, preocupados por la realidad que se vive en nuestra patria, hablamos de varias realidades que, en mis artículos de las semanas recientes, he compartido con ustedes. Abordamos también algo fundamental, que puede explicar la raíz de muchos males, la destrucción de la familia, y nos comprometimos a fortalecer nuestra pastoral familiar, como una prioridad. Dijimos:
"Toda esta realidad preocupante comienza en la familia: una sociedad que no protege a la familia se desprotege a sí misma. Lo que estamos viviendo es una sistemática desestructuración familiar que genera, inevitablemente, una desestructuración social.
Los datos son alarmantes y no podemos ignorarlos: familias desintegradas, violencia intrafamiliar y en ambientes escolares, adicciones que destruyen la vida de los jóvenes.
Una de nuestras prioridades pastorales debe ser el acompañamiento integral de las familias. No podemos limitarnos a preparar a las parejas para el matrimonio y luego abandonarlas a su suerte. Necesitamos una pastoral familiar robusta, que acompañe a las familias en todas las etapas de su vida, que las ilumine con la luz del Evangelio".
Acciones
Cuidemos como lo máximo nuestra familia. Que los padres permanezcan unidos, a pesar de problemas que nunca faltan; que enseñen a sus hijos con el ejemplo la tolerancia, el respeto, el perdón, el trabajo, la colaboración en los quehaceres domésticos, la relación con Dios, la ayuda solidaria a quienes sufren física o moralmente. De nuestras familias, no sólo del gobierno en turno, depende que nuestros pueblos vivan en paz y armonía.
