Queridos hermanos y hermanas,
Pienso en ustedes y rezo por ustedes. Deseo llegar a ustedes en este día triste. Hace un año estalló la mecha del odio; no se apagó, sino que deflagró en una espiral de violencia, en la vergonzosa incapacidad de la comunidad internacional y de los países más poderosos para silenciar las armas y poner fin a la tragedia de la guerra. La sangre corre, las lágrimas también; la ira aumenta, junto con el deseo de venganza, mientras parece que pocos se preocupan por lo que más se necesita y lo que la gente desea: el diálogo, la paz. No me canso de repetir que la guerra es una derrota, que las armas no construyen el futuro sino que lo destruyen, que la violencia nunca trae la paz. La Historia lo demuestra y, sin embargo, años y años de conflictos parecen no habernos enseñado nada.
Y ustedes, hermanos y hermanas en Cristo que habitan en los Lugares de los que más hablan las Escrituras, son un pequeño rebaño desamparado, sediento de paz. Gracias por ser quienes son, gracias por querer permanecer en sus tierras, gracias por saber rezar y amar a pesar de todo. Ustedes son una semilla amada por Dios. Y así como una semilla, aparentemente sofocada por la tierra que la cubre, sabe siempre encontrar el camino hacia arriba, hacia la luz, para dar fruto y dar vida, así ustedes no se dejan tragar por las tinieblas que los rodean sino que, plantados en sus tierras sagradas, se convierten en brotes de esperanza, porque la luz de la fe los lleva a dar testimonio del amor mientras se habla de odio, del encuentro mientras cunde la confrontación, de la unidad mientras todo se vuelve oposición.
Con corazón de padre me dirijo a ustedes, pueblo santo de Dios; a ustedes, hijos de sus antiguas Iglesias, hoy «mártires»; a ustedes, semillas de paz en el invierno de la guerra; a ustedes, que creen en Jesús «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29) y en Él se convierten en testigos de la fuerza de una paz sin armas.
La gente hoy no sabe cómo encontrar la paz, y los cristianos no debemos cansarnos de pedírsela a Dios. Por eso hoy he invitado a todos a vivir una jornada de oración y ayuno. La oración y el ayuno son las armas del amor que cambian la historia, las armas que derrotan a nuestro único y verdadero enemigo: el espíritu del mal que fomenta la guerra, porque es «homicida desde el principio», «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44). Por favor, dediquemos tiempo a la oración y redescubramos el poder salvador del ayuno.
Tengo una cosa en el corazón que quiero decirles a ustedes, hermanos y hermanas, pero también a todos los hombres y mujeres de toda confesión y religión que en Oriente Medio sufren la locura de la guerra: Estoy cerca de ustedes, estoy con ustedes.
Estoy con ustedes, los habitantes maltratados y exhaustos de Gaza, que cada día están en mi pensamiento y en mis oraciones.
Estoy con ustedes, los que se ven obligados a dejar sus hogares, a abandonar la escuela y el trabajo, a vagar en busca de un destino para escapar de las bombas.
Estoy con ustedes, las madres que derraman lágrimas mirando a sus hijos muertos o heridos, como María viendo a Jesús; con ustedes, los pequeños que habitan las grandes tierras de Oriente Medio, donde las conspiraciones de los poderosos les quitan el derecho a jugar.
Estoy con ustedes, que tienen miedo de mirar hacia arriba, porque llueve fuego del cielo.
Estoy con ustedes, los que no tienen voz, porque se habla mucho de planes y estrategias, pero poco de la situación concreta de quienes sufren la guerra, que los poderosos imponen a los demás; sobre ellos, sin embargo, pende la inflexible interpelación de Dios (cf. Sb 6,8).
Estoy con ustedes, los sedientos de paz y de justicia, que no se rinden a la lógica del mal y, en nombre de Jesús, «aman a sus enemigos y oran por quienes los persiguen» (Mt 5,44).
Gracias, hijos de la paz, por consolar el corazón de Dios, herido por la maldad del hombre. Y gracias a todos los que en todo el mundo les ayudan; a ellos, que cuidan del hambriento, del enfermo, del forastero, del abandonado, del pobre y del necesitado Cristo presente en ustedes, les pido que sigan haciéndolo con generosidad. Y gracias, hermanos obispos y sacerdotes, que llevan el consuelo de Dios a las soledades humanas. Por favor, mirad al pueblo santo al que estáis llamados a servir y dejad que vuestro corazón se conmueva, dejando atrás, por el bien de vuestros fieles, toda división y ambición.
Hermanos y hermanas en Jesús, los bendigo y los abrazo con afecto, de corazón. Que Nuestra Señora, Reina de la Paz, os guarde. Que San José, Patrono de la Iglesia, os proteja.
Fraternalmente vuestro,
FRANCISCO
Fuente: Vatican.va / Traducción de Portaluz desde la versión en italiano.