por Danilo Picart
1 Agosto de 2013Marcela Silva (47) ordena los elementos de su escritorio y les avisa a sus compañeros de trabajo que se ausentará. A minutos de iniciar la entrevista con nuestro periódico está algo nerviosa. Femenina, cubre sus hombros con un echarpe de lana color crema, que calza con las tonalidades de toda su ropa y suave maquillaje. Nada en ella permite suponer que hasta hace algún tiempo estaba en prisión. Hoy es la secretaria de la fundación Mujer Levántate, una entidad católica que acompaña a mujeres reclusas en su plan de reinserción social y familiar. Marcela es una de ellas y reconoce que no siempre comparte su testimonio personal, “por el morbo” y “porque a los medios les gusta quedarse con el error”, sentencia.
Hacia 1995 Marcela iba de un sitio a otro, afligida, confiando a Dios sanara de las adicciones a su esposo. Había sido educada en la fe católica pero la desesperación, confiesa, la llevó a hundirse en un mar de confusiones. “Estuve en la iglesia cristiana, porque mi marido empezó a consumir pasta base de cocaína y busqué algo que me ayudara. Pero no me llenó. Después fui a los mormones, asistía a las ceremonias de los días domingo, pero prácticamente terminé revelándome contra ellos porque decían que mi marido era como un corcho flotando en el mar, y que lo dejara porque el mar se lo llevaría”.
El delito
Marcela da un sorbo al té verde de la taza que mantiene en sus manos mientras nos regala su testimonio. Serena, continúa su relato recordando la sumisión y el miedo que la invadió cuando su marido le dijo que quería asaltar el colegio donde ella trabajaba. “Fue el año 1999 cuando yo era secretaria del lugar. Mi marido, mi cuñado y un grupo de amigos me pidieron información sobre los pagos y yo accedí... no me preguntes por qué, ni cómo, ni cuándo, simplemente lo hice. Les di el dato y asaltaron ese colegio en el que asesinaron a uno de mis compañeros de trabajo”.
La investigación policial no tardó en dar con los responsables y Marcela rodó por un precipicio. “Durante un año y dos meses estuve procesada. Los abogados me tramitaban la libertad bajo fianza, pero el proceso seguía igual. Finalmente quedé como autora de un robo con homicidio, dinero y especies. La justicia dictaminó diez años de prisión”.
El miedo y el gesto de Dios
Pero Marcela rebelándose a la orden judicial que se venía sobre ella, aprovechando su salida bajo fianza huyó. “Quebranté la ley -específica- escondida en el norte de Chile, por el miedo a pasar diez años tras las rejas”. Pero finalmente terminó en prisión.
Cuando las rabias internas más amenazaban su equilibrio, Marcela recibió el primer salvavidas de Dios para rescatarla del vacío en que se encontraba. “Me llamaron de un colegio penal que existe en las inmediaciones de la cárcel, y la directora del establecimiento me ofreció trabajar con ellos, pero sin remuneración. Podría ayudar a educar a las personas que no saben leer ni escribir, recortar material didáctico, ayudar en trabajos y tareas que algunas mujeres les dificulta”.
Le gustaba lo que hacía y poco a poco fue conquistando el cariño y el respeto de sus compañeras. “Cuando trabajaba en la escuela y me decían «tía, ayúdeme a hacer un mapa». No sé si lo hacía por mi lado maternal, pero pensé que ayudándolas a ellas, ayudaba también a mis hijas. Como tengo conocimientos en computación, me pedían ayuda con sus trámites para obtener los beneficios por conducta. Así es como uno se empieza a relacionar con las personas, y a conocer las historias”.
Mientras aquello ocurría, confiesa que vivió un importante proceso de re-encuentro con la verdad. “Me costó mucho asumir que aunque yo sólo haya dado información, aunque no fui la que apretó el gatillo, pero, por lo que yo hice, él murió. Eso lo enfrenté tras cinco años en prisión”. Fue duro este momento para esta mujer, pero hoy sabe que mirar su verdad, fue un paso más hacia la dignidad.
Cada historia, un misterio del Rosario
Al poco tiempo de estar en la cárcel, dice, encontró respuestas a través de la pastoral penitenciaria y la compañía de la Hermana Nelly León, religiosa de la Congregación del Buen Pastor. “Empecé a participar en las misas, leyendo los textos bíblicos, le bailé a la Virgen, tomé clases de cueca (baile folclórico chileno), despertando así lo que estaba dormido y que yo no me había preocupado de cultivar. Descubrí tantas realidades, hice tantos cursos, de fotografía, de orfebrería, pinté, ¡hice millones de cosas!”.
Pero nuevos cambios, y en su beneficio llegarían al incorporarse por dos años a un taller en la prisión donde confeccionaba rosarios. “Por cada uno de ellos, teníamos que hacer una oración. Y todo tenía que nacer de ti, no preocuparnos de lo económico”. Según cuenta, los años en la cárcel tuvieron un sentido. “Fueron muchas cosas las que se juntaron, al igual que un rosario, al final para llegar donde llegué y sentirme como me sentí. Siempre con el acompañamiento de una pastoral, nunca sola”.
Hoy sabe que fue la Santísima Virgen María quien medió para fijar su horizonte fuera de las celdas. “Había que pasar por una serie de psicólogos, terapeutas y asistentes sociales en la cárcel. Un día estaba rezando el rosario, y anteriormente yo había hecho una postulación, pero me había ido mal, justamente por la no tolerancia a la frustración, entre otras cosas. Y cuando salieron los resultados, la hermana Nelly me dijo «todos tus votos fueron unánimes». Y yo le dije «¿sabe qué?, había rezado el rosario»”.