El destacado historiador británico y profesor en Harvard, Christopher Dawson, en su obra probablemente más importante, Dinámica de la historia universal (1961; 205), sostiene la tesis de que la esencia de la historia no hay que buscarla en los hechos, sino en las tradiciones porque el hecho puro en sí mismo no es histórico. Solo adquiere tal característica cuando puede relacionarse con una tradición social que permita, entonces, analizarlo como parte de un todo orgánico. Porque, sostiene Dawson, la cultura forma una unidad orgánica con sus propias tradiciones sociales y sus propios ideales espirituales. No es posible separar el hecho de la cultura, y esta tiene como fundamento la tradición y un determinado sustrato espiritual.
La tradición hace la Historia de un país. Cojamos el ejemplo de la emergente China. Su presente es fruto de dos tradiciones. Una, reciente porque se inició hace un siglo con la fundación del Partido Comunista Chino. La otra, mucho más determinante y tan antigua como el siglo VI antes de Cristo, es la del confucionismo, una filosofía política más que una religión, que pone el énfasis en la ética y virtud individuales para alcanzar una sociedad y gobierno estables. Su equivalente más completo sería nuestro relegado Aristóteles. Su importancia radica en la sustitución creciente de la cultura marxista del PCCH por las concepciones neoconfucianas. Es solo un ejemplo de los muchos posibles.
Las desarticuladas sociedades de las islas de la polinesia o de los pueblos indígenas de América, son un ejemplo en sentido opuesto. Sus sociedades han dejado de existir porque la tradición que los vinculaba ha perdido significado. Polonia, un ejemplo más cercano, muestra, por el contrario, cómo la adversidad extrema no consigue destruir a un pueblo que mantiene la cohesión de su tradición. Desapareció como estado cuando fue troceada por la Rusia zarista, Prusia y Austria, entre 1772 y 1795, y hasta 1918 no recuperó su independencia. Tres décadas después fue trágicamente ocupada, destruida y partida en dos por la Alemania nazi y la Rusia soviética. El factor que le permitió superar todas estas pruebas adversas y recuperarse como el estado pujante que es hoy, fue la tradición que mantuvo unida a su sociedad y a sus familias.
Pero ¿qué es la tradición?
No puede existir una sociedad sin tradición, porque su desarticulación interna sería tan extraordinaria que dejaría de existir. Pero ¿en qué consiste esta condición tan importante para los pueblos y la Historia?
La tradición expresa los acuerdos fundamentales que construye una determinada comunidad, sobre los que se asientan sus vínculos, y que da sentido a su vida en común y a la de los individuos y familias que la componen, y que se trasmite de una generación a otra. En contra de lo que algunos creen, confundiendo tradición y costumbre, aquella no es estática ni está anquilosada, porque cuando esto sucede acostumbra a perder todo su significado, y con él su capacidad cohesionadora.
Alasdair MacIntyre, filósofo escocés asentado en los Estados Unidos, señala que la tradición se desarrolla mediante dos tipos de conflictos:
- Uno, interno, entre los miembros de la propia tradición en cuanto a la forma de interpretarla. Es algo que vemos y que está a la orden del día, por ejemplo, en la Iglesia católica. Pero atención, porque este debate interno no debe conducir a alterar la naturaleza primigenia de los acuerdos fundamentales, sino que sencillamente debe adaptarlos, aunque diferenciar adaptación de alteración no es tan fácil.
- El otro conflicto se desarrolla con las otras tradiciones que compiten con ella. Una vez más, el ejemplo religioso permite resumir la idea: es lo que sucedió entre la Reforma protestante y la Contrarreforma católica.
Las tres tradiciones de Europa
Muchos de nosotros, la gran mayoría, hemos vivido en una sociedad, la de nuestro país y la del contexto europeo, donde coexistían competitivamente tres tradiciones. Se trata del cristianismo, la Ilustración y, su vástago central, el Liberalismo. Una cuarta tradición, el Marxismo, apenas sí llegó a cuajar. Surgido como reacción al capitalismo fruto de la modernidad, alcanzó un gran desarrollo, pero colapsó muy pronto.
El cristianismo, que ha configurado de una forma decisiva Europa, Occidente y gran parte del mundo, sigue bien vigente, pero ya no conforma la tradición europea. Dominio: una nueva historia del cristianismo, del historiador Tom Holland, tiene la virtud de mostrar cómo, a pesar de todo, esta concepción religiosa y cultural embebe todavía a nuestra sociedad y a parte de nuestros comportamientos.
La Ilustración es una especificidad Occidental y surge de la matriz cristiana, como muestra otro historiador, Dale K. Van Kley con Los Orígenes religiosos de la revolución francesa. Y de esta surge el Liberalismo como derivada principal que gana hegemonía con las revoluciones liberales de 1820, 1830 y 1848.
Pero la Ilustración, que pretendía construir una sociedad mejor bajo el predominio de la razón instrumental y la expulsión de la razón objetiva del orden moral y político, fracasó y ha sido devorada por el emotivismo que concibe los juicios de valor y, más específicamente, los juicios morales solo como una expresión de sentimientos y preferencias. El resultado de esta combinación de sentimiento y preferencia, como la pauta moral fundamental, determina, como estamos viendo, una sociedad fragmentada en nuevas “tribus” guiadas por la preferencia y atomizada por individuos cada vez más aislados.
Teóricamente, vivimos en democracias liberales, pero esto es cada vez más irreal... Vivimos en estados ideológicos y policiales con características liberales, que no es lo mismo, donde el estado de derecho se va transformando en un estado de leyes. Una sola referencia adicional de índole económica: ¿cómo puede existir una sociedad liberal, cuando el gasto público, el estado, significa el 50% del PIB? Es una entelequia. La cuestión sigue en pie: diluida o perdida del todo la importancia de las tres tradiciones que han dado forma y cohesionado a nuestra sociedad y los actos humanos, ¿qué nos queda como tradición? ¿Puede forjarla el emotivismo, que es todo lo opuesto a la existencia de un cuerpo de acuerdos fundamentales? ¿Serán sus vástagos del feminismo y de las identidades de género la nueva tradición? Y si, como es lo más probable, no alcanzan a serlo, ¿qué nos sucederá como individuos y sociedad? Y si lo alcanzan, ¿cómo será la sociedad que salga de todo ello? Ese es el reto vital que hemos de afrontar.
Fuente: La Vanguardia