por Cardenal Antonio Cañizares Llovera
12 Noviembre de 2021
Vivimos una situación nada fácil en el mundo, en Occidente y Oriente, en Europa, en España, y tal vez estemos sin puntos de referencia o no los tengamos claros o se hayan obscurecido. Pero esa situación, en este mundo nuestro, difícil, es también de la Iglesia, porque todo lo que afecta a la Humanidad, a los hombres, afecta a la Iglesia; lo que es de los hombres, lo que sucede, los sufrimientos, guerra y angustias e incertidumbres, sus peligros son también de la Iglesia. Nos encontramos ante una encrucijada de nuestra historia; el hombre es capaz de lo mejor y de lo peor. Se nos plantea la tarea de preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro de nuestra sociedad, y, de la Iglesia; sencillamente, debemos preguntarnos por aquello que hoy y siempre tenga futuro por encima de la muerte y sus amenazas, esto es, la victoria sobre la muerte y las cosas que tienen que ver con ella como la guerra, la mentira, el egoísmo, la violencia, la exclusión, la destrucción de la naturaleza, la corrupción, el pecado y el enemigo del hombre en definitiva... No cualquier futuro vale, sino aquel que garantice permanencia en él, felicidad plena, dignidad, inviolable y no supeditable a nada, de todo ser humano, y una existencia conforme a ella. Una sociedad, por ejemplo, que no garantice el derecho inalienable de todo ser humano a la vida en todas las fases de su existencia estará abocada al fracaso, es más, fracasa ya en el momento en que este derecho no queda garantizado y protegido suficientemente. Otro ejemplo: una sociedad organizada en clave de progreso y bienestar, en la que la religión, o mejor, y más aún, DIOS mismo, quedasen superados como reliquia del pasado o recluidos a lo sumo a la esfera de lo privado y en la que la felicidad se pretendiese que quedase garantizada por el funcionamiento solo de las condiciones materiales, estaría abocada igualmente al fracaso, a la disolución más tarde o más temprano de dicha sociedad. E igualmente -es otro ejemplo- le sucede a una sociedad que no se asiente sobre la verdad, la verdad misma del hombre, la verdad moral, sino sobre un relativismo o sobre la mentira, no puede tener futuro. No queda lejos la historia de algunos países que han fracasado de forma estrepitosa por imponer o tratar de edificar un sistema en el que la religión, DIOS mismo, queda por completo marginada o solo tolerada y Dios ocultado y relegado, en el que la vida de todo ser humano no se respeta siempre, y en el que la verdad no cuenta o la mentira se establece como instrumento de éxito o eficacia. El crecimiento de la violencia, la huida hacia la droga, el aumento de corrupción, hacen muy perceptible que la decadencia de valores tiene también unas consecuencias materiales, y que es preciso un cambio de rumbo. La edificación de la “casa común” de una nueva sociedad, la verdadera unidad entre sus pueblos y sus gentes, para ser algo más que una quimera o algo más que el conjunto de unas relaciones empíricas, ha de construirse sobre la búsqueda de la verdad de la persona, único fundamento posible al respeto de los derechos de los hombres y de los pueblos. Es decir, ha de construirse sobre la posibilidad de una respuesta verdadera a las cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en los dos o tres últimos siglos, la cultura de Occidente. La armónica sociedad prevista por la Ilustración como futo de un abandono de los “prejuicios cristianos”, y de una aplicación sistemática de la razón inmanente nunca ha llegado. Más aún, ha dejado tras de sí una larga secuela de todos conocida, incluso de destrucciones, de guerras, de terrorismos, o de millones de crímenes legales sobre seres indefensos e inocentes, como son los abortos, sin duda la más grave barbarie de la historia humana. La unidad y la convivencia sólo serán posibles si surge, en el horizonte presente de nuestra historia, un sujeto social capaz de construirlas pacientemente, porque su experiencia de vida y su respuesta a los interrogantes fundamentales del hombre le hacen capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura y religión, pueblo, clase social o adscripción política. Lo que el Papa Juan Pablo II tantas y tan reiteradas veces reclamaba, como hizo en su último e importantísimo viaje a España, de la “Europa del espíritu” se refiere precisamente a esto: no es, por supuesto, a un espiritualismo a lo que convoca, sino a una construcción de la nueva Europa, de la nueva España, de la nueva sociedad, edificada sobre el cimiento o fundamento del respeto y la realización de la dignidad de la persona humana, de todo hombre, que no se contenta con menos que Dios, abierta siempre a todos los otros y para los otros, y de una existencia conforme a esa dignidad. Recordar y exigir la vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política, es un deber inexorable en el momento presente. Esto sí que es decisivo para nuestro futuro, el futuro de todos: lo único decisivo para el hombre y el mundo es Dios revelado en Jesucristo, su Hijo humanado, hecho hombre, verdad de Dios y verdad del hombre, inseparablemente. Los derechos fundamentales inherentes a la dignidad de la persona humana o de ella derivados no son ni creados por el legislador ni concedidos a los seres humanos o a los ciudadanos, sino que más bien existen por derecho propio y han de ser respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores. Que hay valores que no son manipulables por nadie es la realidad verdadera y la paz que es preciso respetar y promover. Es propio de la democracia, y de nuestra sociedad que la asume como instrumento para su realización, el derecho y la justicia no manipulables, ni al arbitrio de los poderes, y están en la raíz de un mundo nuevo. El reconocimiento y valoración de la razón y de la libertad que están en la entraña misma de nuestra sociedad por la tradición y cultura que la sustenta, por sus raíces -también cristianas que no podemos soslayar ni preterir-, sólo pueden tener consistencia como dominio del derecho. Reducir la Iglesia a una gran ONG, despojándola de su fundamento que no es otro que Jesucristo, reducirla a una gran organización social, como algunos posmodernos pretenden, y quitarle su identidad que es y Jesucristo y el anuncio de Jesucristo es privar a nuestro mundo de lo que más necesita pues necesita a Jesucristo, Luz de los hombres, Camino, Verdad y vida, vencedor de la muerte, resurrección, indefectible amor, Dios con nosotros, salvación para todos que a todos se ofrece y nadie se le niega, como celebramos el lunes y martes pasado: Todos los Sanos, los fieles difuntos. ¡Iglesia, sé tú misma y que nadie te reduzca!