Misericordia pequeñita del día a día

08 de abril de 2016

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Hace seis días que avisamos en la parroquia para que un sacerdote acudiera a dar los sacramentos a mi madre, muy enferma y a punto de cumplir los cien años, y todavía no ha aparecido nadie por casa.
En nuestra parroquia el sacerdote nada más terminar la última misa de la mañana del domingo se va y regresa para la misa vespertina del miércoles.
Me han dicho en la parroquia que no sirve de nada bautizar al niño, que mejor de mayorcito.
Llevo intentando confesarme y no hay manera de encontrar un sacerdote, ayer lo conseguí y me ha dicho que no me inquiete y que a ver si me pienso que a Dios le preocupan demasiado mis fallos.

…Cosas que me han llegado en los últimos días.

 
Año de la misericordia. Que no se nos vaya en grandes actos, signos extraordinarios, portadas de medios de comunicación, bordados de casullas y logotipos repetidos. Que las puertas jubilares no escondan las portezuelas de cada parroquia, cada confesionario, cada capillita de adoración, cada despacho de Cáritas.

La misericordia auténtica siempre es callada y en penumbra. Es la madre dormida a la cabecera del hijo enfermo, los hijos limpiando entre besos el sudor de la frente del padre la madre agonizante, el billetito doblado en la mano de esa persona necesitada, la caricia oportuna, el gesto acogedor, el despacho parroquial abierto, aunque parezca que no viene nadie, la lucecita prendida en el confesionario, la visita a ese enfermo que parece que no se entera de nada.

En este año de la misericordia, por encima de logotipos y gestos amplios y solemnes, creo que el Señor nos llama a todos, sacerdotes, religiosos, laicos a un convertir nuestro corazón en dos direcciones, la de Dios para implorar gracia, perdón y misericordia para unos mismo, y hacia nuestros hermanos de una forma muy callada, pero completamente eficaz.

Los sacerdotes somos llamados de forma especial a ser testigos y ministros de la misericordia, y aquí es donde creo que este año santo nos tiene que remover y convertir. Más aún, convertirnos hacia la misericordia callada y escondida, misericordia que se entrega de una manera especial justo a aquellos que menos lo van a poder agradecer, los que no lo valoran, los que jamás nos harán salir en la prensa. Misericordia que corre junto al enfermo para ofrecer el bálsamo de los consuelos de la Iglesia, misericordia que acoge al pecador desconocido que un día al ver la lucecita cayó de rodillas en un confesionario y le regala el perdón del padre, misericordia que escucha, acoge, se ofrece. Misericordia del sacerdote que cada día celebra su misa, aunque alguna vez se ha encontrado solo, pero que sabe que la Eucaristía en su pobre parroquia, la que celebra con la amargura de la soledad, es la que da vida a todo su ministerio y llena de gracia a su comunidad, aunque no lo sepan.

¿De qué nos sirven los grandes gestos si un enfermo se nos muere si atención? ¿De qué las puertas si no nos encuentran como ministros de reconciliación? ¿Para qué los logotipos, insignias y estandartes si somos remisos a la hora de celebrar porque tenemos cosas que hacer y derecho a no sé qué?

Misericordia en pildoritas, en detalles, callada, en penumbra. ¿Y los gestos, y las puertas santas, y las peregrinaciones? Si de ahí no sacamos aliento para la de cada día, pura engañifa.

 
 
 

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