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Crecer con pan duro

21 de noviembre de 2024

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Quizá sea este uno de los pasajes más «incómodos» de leer de la Biblia. A algunos les cae como un balde de agua fría, aunque en realidad no pretende apagar nuestro ardor espiritual. Más bien es un reflejo rotundo de la misma sabiduría que, muchos siglos después, San Pío expresó en alguna ocasión con palabras sencillas: Se crece con pan duro.

 

La Sabiduría del Libro del Eclesiástico, del Antiguo Testamento. La introducción a su traducción en la Biblia del Milenio nos informa de que fue escrito a principios del siglo II a.C., y que su autor era un experimentado y culto maestro de la ley, familiarizado con todas las tradiciones sapienciales. Pretendía dar al lector una especie de filosofía práctica, fácilmente aplicable a la vida, y basada en la religiosidad tradicional de los antiguos escritos del Antiguo Testamento y en la historia del pueblo de Dios. Es en el segundo capítulo de este libro donde leemos el siguiente consejo de este sabio: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, manténte firme, y no te aceleres en la hora de la adversidad. Adhiérete a él, no te separes, para que seas exaltado en tus postrimerías. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y en los reveses de tu humillación sé paciente. Porque en el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios en el honor de la humillación.» (Eclo 2,1-5).

 

Es difícil no advertir que la palabra recurrente en este pasaje es «tribulación». Además, es una especie de prefiguración de lo que espera a todos quienes se proponen sincera y genuinamente servir al Señor. Leo estas palabras pensando en su contexto contemporáneo. ¿Llegan al corazón de los discípulos de Cristo hoy? No sin razón se dice del hombre del siglo XXI que es incapaz de aplazar la recompensa, que espera éxitos rápidos y experiencias intensas, que suele ser narcisista, egocéntrico, hipersensible a su libertad y comodidad. Por supuesto, esto es una generalización, pero ¿es por completo infundada? Probablemente no me equivoco mucho al afirmar que existe una clara correlación entre este tipo de rasgos y la ruptura de las relaciones fundamentales en las que se desenvuelve el hombre moderno, como el vínculo matrimonial o la relación con Dios. Baste decir que hoy en día uno de cada tres matrimonios se rompe y que a muchos cristianos les resulta muy difícil mantenerse firmes en su fe. No quiero hacer aquí un diagnóstico superficial y precipitado. Sin embargo, no se puede ignorar el hecho de que es imposible construir relaciones interpersonales duraderas, estables y felices sin la capacidad de renunciar a uno mismo, sin aceptar cierta dificultad para afrontar la diferencia y la debilidad del otro o, por último, sin estar dispuesto a cuestionar algunos de los propios deseos o necesidades. La generación moderna, a veces denominada «generación de los derechos», carece a menudo de esa capacidad. ¿Y qué aspecto tiene esto en la relación con Dios?

 

Tampoco aquí la cosa es sencilla. Nos hemos acostumbrado a pensar en Dios como alguien descriptible en términos y emociones humanas, capaz de ser encerrado en rituales, técnicas de oración o en las rígidas normas de una tradición mal entendida. Lo hemos domesticado y traducido a nuestro lenguaje, y cuando luego intentamos dialogar con un Dios así «elaborado», nos encontramos con que algo no funciona. ¿Por qué? Porque Dios está infinitamente cerca, presente y nos ama, pero de un modo tan incomprensible, tan fuera de toda analogía y de toda posibilidad de comprensión, que resulta completamente inasible a nuestra limitada capacidad de entendimiento. Sólo tenemos una salida para esta situación: no es Dios quien tiene que ajustarse a nuestras percepciones. Somos nosotros los que tenemos que cambiar. Sí, es difícil, sobre todo para el hombre egocéntrico de hoy. Razón de más para escuchar las palabras de la Sabiduría del Eclesiástico. No es que Dios quiera intimidarnos permitiendo aflicciones, sino que sólo un corazón transformado puede abrirse a su auténtica experiencia, evitando la confusión, la mala interpretación o el espejismo. Por eso Dios se sirve también de las diversas tribulaciones que nos afectan. Son las que nos endurecen y transforman, enseñándonos paciencia, confianza en la Providencia y fidelidad perseverante. Esto no significa que Dios los envíe a propósito, y que en nuestro trabajo nos veamos privados de su cercanía. Al contrario, la tenemos tanto que san Juan de la Cruz llegó a hablar de una experiencia de oscura contemplación. Dios nos da también varios consuelos. Debemos cargarnos y llenarnos de ellos para seguir adelante, porque los consuelos están precisamente para fortalecernos. Sin embargo, no dan crecimiento. Porque crecemos -y esto es lo que nos enseña este difícil pasaje del libro bíblico- cuando partimos con Dios el pan duro de la aflicción con confianza y en paz de corazón.

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