Seguramente fue la fe en la resurrección de la carne la creencia cristiana que más rechazo provocó entre los paganos. Para los epicúreos, el cuerpo era un lugar de deleites, pero la muerte lo descomponía sin posibilidad de retorno. Para los platónicos, por el contrario, el cuerpo era una tumba, pero con la muerte se producía la liberación del alma. Así que a aquellos primeros cristianos les tocaba predicar algo que nadie comprendía y que, en apariencia, resultaba por completo contradictorio: por un lado, el Espíritu que libera; por otro, el Verbo hecho carne (o, dicho más brutalmente, al Mesías crucificado que resucita después de tres días). ¡De veras una tarea ardua!
Lo constata el propio San Pablo cuando se dispone a anunciar el Evangelio en el Areópago de Atenas: «Al oír hablar de resurrección de los muertos unos se burlaron y otros dijeron: 'Sobre esto ya te oiremos otra vez'». Hasta ese momento, le ha resultado sencillo atraer a los filósofos de Atenas, que lo escuchan complacidos. Pero cuando aborda la cuestión de la resurrección de la carne los exaspera. ¿No será que se ven atrapados en sus oposiciones mutuas? La predicación de San Pablo contiene, por un lado, la exaltación de la carne y, por otro, la recompensa para el alma. Pero para epicúreos y platónicos, que viven instalados en su vieja polémica, esta reconciliación última de cuerpo y alma les resulta incomprensible (igual, por cierto, que al hombre contemporáneo). A los espiritualistas se les antoja una tesis demasiado material, a los materialistas demasiado espiritual: cada uno proyecta sobre el discurso de San Pablo el error de su enemigo.
Ese rechazo, como decíamos, se vuelve a producir hoy. De hecho, quizá sea la resurrección de la carne el asunto que menos se toca en la predicación eclesiástica. Incluso quienes creen en alguna forma de supervivencia más allá de la muerte, reaccionan con escepticismo, incluso con desagrado, cuando se les plantea este supremo interrogante de la existencia humana. Hasta la reencarnación, una creencia infinitamente más inverosímil, dispone hoy de mayor número de adeptos. En general, el hombre contemporáneo se muestra más dispuesto a admitir la inmortalidad de su alma o la aniquilación de alma y cuerpo (que, en realidad, son destinos muy similares); pero no quieren ni oír hablar de la posibilidad de una resurrección plena (tal vez porque constituye un desafío a las leyes físicas que su mentalidad racionalista no está dispuesta a acometer).
Sin embargo, no parece posible declararse cristiano y rechazar la resurrección. Constantemente se nos está anunciando en el Evangelio, a veces de un modo tan neto que no cabe la interpretación alegórica: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aun cuando hubiese muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». Y también: «Llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán; los que hicieron el bien resucitarán para la vida, y los que hicieron el mal resucitarán para la condenación». San Pablo llama a esta nueva forma de existencia «cuerpo glorioso» o «espiritual». En la primera carta a los Corintios, a quienes le preguntan ansiosos por la vida de ultratumba -«¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?»- les contesta usando la imagen de la semilla que muere para abrirse a una nueva vida: «Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano. [...] Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. [...] En efecto, es necesario que este cuerpo corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este cuerpo mortal se revista de inmortalidad».
En definitiva, un cuerpo espiritual que renace de la semilla corruptible del cuerpo material y que tendrá un nuevo modo de existir sin las limitaciones del cuerpo mortal. El sustantivo, 'cuerpo', sigue siendo el mismo; sólo cambia el calificativo. No puede haber, en efecto, una recompensa a los padecimientos de esta vida que no incluya nuestra pobre carne mortal; pues es nuestra carne mortal la que ha sufrido las mayores injurias del tiempo, las mayores bofetadas del dolor. La misma aniquilación resulta más congruente (aciagamente congruente) con la realidad de la vida que la mera inmortalidad del alma; pues equivale a aceptar que esta vida mortal es una cárcel, que nuestro cuerpo es un capullo o crisálida que debe arrojarse a la basura. Pero no es así: nuestro cuerpo es un gusano que se arrastra y babea, de acuerdo; pero su carne merece también la recompensa. Y esa recompensa es ver su carne que iba reptando convertida en una grácil mariposa.