Si las acciones humanas
pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes,
lo mismo ocurre con los placeres correspondientes.
Hay placeres que derivan de actividades nobles,
y otros de vergonzoso origen.
Aristóteles
Una ansiosa búsqueda
«Buscaba el placer, y al final lo encontraba», cuenta C. S. Lewis en su autobiografía.
«Pero enseguida descubrí que el placer (ese u otro cualquiera) no era lo que yo buscaba. Y pensé que me estaba equivocando. Aunque no fue, desde luego, por cuestiones morales. En aquel momento, yo era lo más inmoral que puede ser un hombre en estos temas».
«La frustración tampoco consistía en haber encontrado un placer rastrero en vez de uno elevado».
«Era el poco valor de la conclusión lo que aguaba la fiesta. Los perros habían perdido el rastro. Había capturado una presa equivocada. Ofrecer una chuleta de cordero a una persona que se está muriendo de sed es lo mismo que ofrecer placer sexual al que desea lo que estoy describiendo».
«No es que me apartara de la experiencia erótica diciendo: ¡eso no! Mis sentimientos eran: bueno, ya veo, pero ¿no nos hemos desviado de nuestro objetivo?»
«El verdadero deseo se marchaba como diciendo: ¿qué tiene que ver esto conmigo?».
Así describe C. S. Lewis sus errores y tanteos en el camino de la búsqueda de la felicidad. La ruta del placer resultaba infructuosa. Llevaba años siguiendo una pista equivocada: «Al terminar de construir un templo para él, descubrí que el dios del placer se había ido».
La seducción del placer, mientras dura, tiende a ocupar toda la pantalla en nuestra mente. En esos momentos, lo promete todo, y parece que esa promesa es lo único que importa. Sin embargo, muy poco después, se comprueba que no saciaba como prometía, que ofrecía mucho más de lo que luego nos ha dado. Seguíamos de cerca el rastro, pero lo hemos vuelto a perder.
Basta un pequeño repaso por la literatura clásica para constatar que esa ansiosa búsqueda del placer sexual no tiene demasiado de original ni de novedoso. En la vida de pueblos muy antiguos se ve que habían agotado ya bastante sus posibilidades, que por otra parte tampoco dan mucho más de sí.
La atracción del sexo es indiscutible, ciertamente, pero el repertorio se agota pronto, por mucho que cambie el decorado. Por eso tan importante que esté integrado en el amor personal.
Placer y felicidad
Hay unas claras notas de distinción entre el placer y la felicidad:
El placer suele ser fugaz; la felicidad es duradera.
El placer afecta a un pequeño sector de nuestra corporalidad; la felicidad afecta a toda la persona.
El placer se agota en sí mismo y acaba creando una adicción que estrecha la propia libertad; la felicidad, no.
Los placeres, por sí solos, no garantizan felicidad; necesitan de un hilo común que les dé un sentido.
Las satisfacciones momentáneas e invertebradas desorganizan la vida, la fragmentan, y acaban por atomizarla.
Quevedo insistía en la importancia de tratar al cuerpo “no como quien vive por él, que es necedad; ni como quien vive para él, que es delito; sino como quien no puede vivir sin él. Susténtale, vístele y mándale, que sería cosa fea que te mandase a ti quien nació para servirte”.
Por su parte, Aristóteles aseguraba que para hacer el bien es preciso esforzarse por mantener a raya las pasiones inadecuadas o extemporáneas, pues las grandes victorias morales no se improvisan, sino que son fruto de una multitud de pequeñas victorias obtenidas en el detalle de la vida cotidiana. La felicidad se presenta ante nosotros con leyes propias, con esa serena terquedad con que presenta, una vez y otra, la inquebrantable realidad.
¿Evitar el placer?
El placer y el dolor tienen un innegable protagonismo en la vida de cualquier persona, condicionan siempre de alguna manera sus decisiones.
Ni el placer ni el dolor son malos o buenos de por sí. Lo que sí es malo es obrar mal por disfrutar de un placer o por evitar un dolor.
Se puede sentir placer sin ser feliz, y también se puede ser feliz en medio del dolor. De ahí la necesidad -lo decía Platón- de haber sido educado desde joven “para saber cuándo y cómo conviene sufrir o disfrutar”, pues igual que hay acciones nobles y acciones indignas, podemos decir que hay placeres nobles y placeres indignos. La adecuación de la conducta a este criterio es objeto de la educación emocional y la educación moral.
El peaje de la renuncia
Son muchas las cosas que el ser humano desea, y para alcanzar cada una de ellas ha de renunciar a otras, aunque esa renuncia le duela. Aristóteles decía que no hay nada que pueda sernos agradable siempre.
Toda elección conlleva una exclusión. Por eso, cuando se elige, es importante acertar, sin demasiado miedo a la renuncia, pues detrás de lo atractivo no siempre está la felicidad. Tanto el placer como la felicidad llevan siempre consigo asociada alguna renuncia.
La solución tampoco está en la supresión del deseo, porque sin deseos la vida dejaría de ser propiamente humana. Toda persona se humaniza cuando aprende a soportar lo adverso, a abstenerse de lo que puede hacer pero no debe hacer. Este es el precio que debemos pagar nuestra inexorable tendencia a la felicidad, si queremos alcanzar lo que de ella es posible en esta vida. Lo sensato es dejarse conducir por la razón para no acobardarse ante el dolor ni dejarse tiranizar por el placer.
Igual que guardar la salud exige un cierto esfuerzo y una cierta disciplina, pero gracias a eso te sientes mucho mejor, educar la afectividad fortalece el espacio interior. Cuando no se cede al egoísmo sexual, se alcanza una mayor madurez en el amor. Surge una luz transparente en los ojos y una alegría radiante en la cara, que otorgan un atractivo muy especial.
- ¿Y no suele hablarse demasiado de prohibiciones en la ética sexual?
La clave no son las prohibiciones, tampoco puede obviarse que toda ética supone mandatos y prohibiciones. Cada prohibición custodia y asegura unos determinados valores, que de esa forma se protegen y se hacen más accesibles. Esas prohibiciones, si son acertadas, ensanchan los espacios de libertad de valores importantes para toda persona.
Así sucede en cualquier ámbito moral o jurídico: proteger el derecho a la vida, a la propiedad, al medio ambiente, a la intimidad, etc., supone prohibiciones y obligaciones para uno mismo y para los demás. Sin ellas, todo quedaría en una ingenua e ineficaz manifestación de intenciones.
La moral no puede verse como una simple y fría normativa que coarta, y mucho menos como un mero código de pecados y obligaciones. Hay ciertamente prohibiciones y mandatos, pero se remiten a unos valores que así se protegen y se fomentan. Son exigencias que vigorizan a la persona, que le permiten un desarrollo más pleno, una libertad más auténtica.