Nunca me he sentido del todo cómodo con algunos de mis amigos que envían tarjetas de Navidad con mensajes como: ¡Que la paz de Cristo te estremezca! ¿No podemos tener un día al año para ser felices y celebrar sin que nuestro ya infeliz yo sea sacudido con más culpa? ¿No es la Navidad una época en la que podemos volver a disfrutar como niños? Además, como dijo Karl Rahner, ¿no es la Navidad un tiempo en el que Dios nos da permiso para ser felices? ¿Por qué no?
Bueno, es complejo. La Navidad es una época en la que Dios nos da permiso para ser felices, en la que la voz de Dios dice: Consolad a mi pueblo. ¡Consuélate! ¡Decid palabras de consuelo!
Pero la Navidad es también una época que pone de relieve la triste verdad de que cuando Dios nació en nuestro mundo hace dos mil años, no había sitio para ese nacimiento en todos los hogares y lugares normales de la época. No había sitio para Él en la posada. Las vidas ajetreadas de la gente y sus preocupaciones prácticas les impedían ofrecerle un lugar para nacer. Eso no ha cambiado. Por eso, también hay buenas razones para inquietarse.
Pero primero, el consuelo: Hace algunos años, participé en un gran sínodo diocesano. En un momento dado, el animador de turno nos hizo dividirnos en pequeños grupos y a cada uno se le planteó la siguiente pregunta: ¿Cuál es el mensaje más importante que la Iglesia debe transmitir al mundo en este momento?
Al exponer ante la asamblea cada grupo nombró algún desafío espiritual o moral importante: «¡Necesitamos desafiar a nuestra sociedad hacia una mayor justicia!». «Necesitamos desafiar al mundo para que tenga una fe real y no confunda la palabra de Dios con sus propios deseos». «Necesitamos desafiar a nuestro mundo hacia una ética sexual más responsable». Maravillosos y necesarios desafíos, todos ellos. Pero ningún grupo volvió y dijo: «¡Necesitamos hablarle al mundo de la consolación de Dios!»
Es cierto que hay injusticia, violencia, racismo, sexismo, codicia, egoísmo, irresponsabilidad sexual y una fe egoísta; pero la mayoría de los adultos de nuestro mundo también viven con dolor, ansiedad, decepción, pérdida, depresión y culpa sin resolver. Dondequiera que se mire, se ven corazones apesadumbrados. Además, muchas personas que viven con dolor y decepción no ven a Dios y a la Iglesia como una respuesta a su dolor, sino más bien como parte de su causa.
Por eso, al predicar la palabra de Dios, nuestras iglesias tienen que asegurar al mundo el amor de Dios, su preocupación y su perdón. Tal vez antes de hacer cualquier otra cosa, la palabra de Dios está destinada a consolarnos; de hecho, a ser la fuente última de todo consuelo. Sólo cuando el mundo conozca el consuelo de Dios estará más abierto a aceptar el desafío concomitante.
Y un aspecto destacado de ese reto es hacer sitio a Cristo en la posada, es decir, abrir nuestros corazones, nuestros hogares y nuestro mundo como lugares donde Cristo pueda venir y vivir, por muy inconveniente que sea. Desde la segura distancia de dos mil años, con demasiada facilidad juzgamos mordazmente a la gente en el momento del nacimiento de Jesús por no saber lo que María y José llevaban y por no hacer un lugar para que Jesús naciera. ¿Cómo podían estar tan ciegos?
Pero ese mismo juicio se nos puede hacer a nosotros. No hacemos precisamente sitio en nuestras posadas.
Cuando una nueva persona nace en este mundo, ocupa un espacio donde antes no había nadie. A veces, esa nueva persona recibe una calurosa bienvenida y se crea un espacio lleno de amor, y todo el mundo a su alrededor se alegra de esta nueva irrupción. Pero no siempre es así; a veces, como en el caso de Jesús, no se crea un espacio para la nueva persona y su presencia no es bienvenida.
Lo vemos hoy (y esto constituirá un juicio sobre nuestra generación) en la reticencia, en casi todo el mundo, a acoger a los nuevos inmigrantes, a hacerles sitio en la posada. Si Cristo está en el pobre, en el extranjero, y los Evangelios nos aseguran que lo está, entonces Cristo está sin duda en el inmigrante. Hoy hay más de cincuenta millones de refugiados en el mundo, personas a las que nadie acoge. ¿Por qué no?
No somos malas personas y la mayoría de las veces somos capaces de ser maravillosamente generosos. Pero dejar que esta avalancha de inmigrantes entre en nuestras vidas nos perturbaría. Nuestras vidas tendrían que cambiar. Perderíamos algunas de nuestras comodidades actuales, algunas de nuestras viejas familiaridades y algunas de nuestras seguridades.
No somos malas personas, como tampoco lo eran aquellos posaderos de hace dos mil años que, sin saber a lo que se enfrentaban, en una ignorancia inculpable, rechazaron a María y a José. Siempre he sentido una secreta simpatía por ellos. Tal vez porque yo sigo haciendo, también desde la ignorancia, exactamente lo que ellos hicieron. Mi comodidad y mi seguridad me hacen decir a menudo: «No hay sitio en la posada».
Las circunstancias adversas del nacimiento de Cristo, si se comprenden, no pueden sino perturbar. Que también traigan un profundo consuelo.