por Pablo Maillet A.
Este año se cumplen cien años desde que Gilbert K. Chesterton publicó El hombre eterno (1925), uno de los libros más luminosos y provocadores del pensamiento cristiano moderno. Fue el texto que convirtió a la fe cristiana a otro autor a C. S. Lewis, creador de las "Crónicas de Narnia", y aún hoy sigue siendo una defensa vibrante de la fe como algo tan razonable como poético, tan humano como divino.
Chesterton no escribió un tratado de teología, sino una epopeya de la inteligencia: mostró que el cristianismo no es una idea más entre muchas, sino la historia misma del hombre que descubre, en Cristo, el sentido eterno de su existencia.
Chesterton inicia su obra con una ironía monumental: para entender al cristianismo, primero hay que entender al hombre. Y para entender al hombre, hay que saber que es un ser que adora, que contempla, que busca sentido. "El hombre prehistórico —dice— no era un salvaje que apenas comía y dormía: era un artista". Es decir, el hombre es el único animal que se arrodilla y el único que escribe himnos. En ese gesto de adoración y pensamiento comienza la civilización, y por tanto también la cultura.
Hoy, en cambio, hemos logrado lo impensable: una cultura sin adoración, creyentes sin contemplación, y muchas veces una fe sin pensamiento. En lugar del hombre eterno, el hombre efímero: nos hemos volcado a buscar la fe en las redes sociales, confundiendo la "nueva evangelización" con dejar la catequesis para abrir una cuenta de Instagram y seguir desde ahí contenidos que nos sean fáciles de soportar. Como si evangelizar consistiera en cambiar la predicación y la formación por el "like", y no —como enseñaba Benedicto XVI— en redescubrir la belleza racional de la fe. La nueva evangelización, decía él, no es marketing religioso, sino el retorno a la fuente: al Logos, al Verbo, a la razón luminosa de Dios.
Chesterton veía con claridad profética lo que vendría: "El mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas". No es que falte entusiasmo, sino orden; no que falte pasión, sino verdad. Hemos infantilizado la fe. No la hemos hecho más accesible, sino más superficial. Donde antes había catequesis, hoy hay "likes"; donde había formación, hay "me gusta"; donde había universidad, vida parroquial y formación, ahora hay talleres exprés online de espiritualidad instantánea. Pero el cristianismo, recordémoslo, inventó la universidad, las bibliotecas, la ciencia como vocación y el arte como forma de oración. Y lo hizo porque sabía que Dios es Logos: la Palabra, la Razón, el Sentido.
No hay contradicción entre la fe sencilla y la vida intelectual. Chesterton decía que "la fe no es el abandono de la razón, sino el coronamiento de la razón". El Evangelio de Mateo (11, 25-27) no condena al sabio por saber, sino al pedante que cree dominar el misterio. "Te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños". Pequeños, no necios. Santos, no ignorantes. La verdadera humildad intelectual no consiste en apagar la mente, sino en ponerla de rodillas ante la Verdad.
La Edad Media entendió esto mejor que nosotros. Las universidades nacieron al calor de los monasterios, y los franciscanos —sí, los de la pobreza y la sencillez— fueron los grandes doctores en Oxford y París. No vieron oposición entre la mística y la metafísica, entre el altar y la cátedra. Porque sabían que el conocimiento, cuando es verdadero, conduce al amor. "El hombre —decía Chesterton— es más grande cuando se arrodilla".
Cien años después, El hombre eterno sigue siendo un llamado urgente a redescubrir la grandeza de lo católico en su sentido pleno: universal, racional, humano. La cultura cristiana no es una colección de reliquias, sino el suelo mismo sobre el que podemos volver a construir sentido en medio del nihilismo digital.
Si algo necesita hoy la Iglesia es más presencia de la inteligencia cristiana en la cultura. No más influencers de la fe, sino más creyentes pensando, contemplando y profundizando racionalmente su fe. No tantos bailecitos que generan actitudes pasivas sino más almas que piensen, contemplen, escriban y muestren artísticamente la belleza del cristianismo, como enseñaba Chesterton.
Chesterton nos recordaría, entre risas y paradojas, que el cristianismo no se hizo eterno por adaptarse al mundo, sino por recordarle al mundo que hay cosas que no cambian.
