Lo han dicho diversos autores: todos somos sustituibles en la vida laboral, pero somos insustituibles como seres humanos.
En la oficina, en el taller, en las tareas agrícolas, quien deja un puesto puede ser fácilmente sustituido por otro. El que ocupa ese puesto que ha quedado vacío lo hará mejor o peor, pero siempre aparecen candidatos para sustituir a los que ceden su lugar.
En cambio, nadie nos puede sustituir en esa historia personal y única que tuvo inicio desde nuestra concepción. Lo que rompimos y lo que construimos, lo que encontramos y lo que perdimos, lo que lloramos y lo que reímos: nadie puede hacerlo como nosotros.
Somos insustituibles en la familia, porque ninguno ha tenido los padres que nosotros hemos tenido, ni las peleas con los hermanos, ni los abrazos para pedir perdón.
Somos insustituibles en tantas relaciones de amistad: ninguno es capaz de sustituir a un amigo verdadero cuando la muerte nos ha separado.
Somos insustituibles en esa biografía escrita poco a poco: cuando ayudamos a un anciano a cruzar la calle, cuando dimos fuerza a un enfermo con una donación de sangre, cuando visitamos a una persona deprimida y le ofrecimos palabras de cariño y apoyo.
Somos insustituibles, sobre todo, en el corazón de Dios. Nos amó de modo único y personal al crearnos. Nos amó con el gran regalo de la salvación. Nos amó en tantos encuentros con su misericordia.
Llegará un día en que dejemos una silla de oficina o unas herramientas, y otro ocupe nuestro lugar. Pero nunca llegará el día en que otro sustituya lo que somos en tantas relaciones que establecimos aquí en la tierra.
Esas relaciones nunca terminan, pues todo lo que sembramos en el amor tiene algo de eterno. Ha quedado escrito en el corazón de Dios y de tantas personas que encontramos en este camino único, insustituible, que cada uno recorre a lo largo de su existencia humana, y que nos acerca diariamente a la patria de los cielos.