Hay que asumir cierta dosis de sufrimiento como parte de nuestro camino vital.
En lo más profundo siempre quisiéramos que todo saliera a pedir de boca, sin complicaciones que lo dificultan y nos hacen sufrir y rabiar. Claro, se nos hace más fácil descender un camino bien liso que ascender una cuesta empinada llena de piedras y desnivelada: lo primero no exige esfuerzo, mientras que lo segundo sí, y puede ser tanto que nos haga tirar la toalla. Y, sin embargo, hay metas a las que sólo se puede llegar subiendo una cuesta empinada llena de obstáculos, a pesar de ser más dificultoso, porque son elevadas. La imagen del camino es la vida misma: hay pasos más costosos que otros, pero sin los que no se podrá avanzar. Eso vale para la madurez personal, la vocación profesional y familiar y tantas otras metas a las que aspiramos de manera espontánea debido, justamente, a que somos seres vivos siempre en desarrollo hacia nuestra plenitud o perfección –lo que los antiguos denominaban homo viator, o sea, hombre en camino. No es realista, por eso, imaginarse una vida exenta de algún tipo de sufrimiento, crisis o dificultades y que fuera puro disfrute y placer. Realmente no lo es. Por eso hay que asumir el esfuerzo y cierta dosis de sufrimiento como parte necesaria de nuestro camino vital.
De ahí que la verdadera educación ha de preparar para ser capaz de afrontar tales sufrimientos, y por lo mismo evita metodologías blandengues que en vez de formar personas firmes y capaces de superar las dificultades les consiente cualquier capricho para no llevarles la contraria haciéndoles sufrir -momentáneamente hasta superar la dificultad. Eso no la convierte en inhumana ni sádica, todo lo contrario, pues se adapta al ritmo y capacidad de cada persona al ayudarla a avanzar, sabiendo exigir el mejor paso en cada momento, incluso si ese paso sea cuesta arriba. Un gran educador del siglo XX, el formador de laicos comprometidos con su fe, el P. Tomás Morales. S.J. (1908-1994), llegó a afirmar con contundencia que una educación que no enseñara a sufrir era mala. Así de radical, y de realista, pues nunca olvidó que a pesar de haber sido creados buenos por Dios, en nosotros quedan los efectos del pecado original, que se manifiestan en lo que nos cuesta hacer el bien, sobre todo se presenta como contrincante del placer momentáneo o del bien individual frente al bien común.
Por eso no es de extrañar que Tomás de Aquino entendiera la educación como “Conducir y promover al estado perfecto en cuanto hombre, que es el estado de virtud” (Comentario a las Sentencias IV, dist.26, q.1, a.1). Precisamente la virtud es el instrumento interior que cada uno hemos de conquistar para lograr dos cosas: por un lado, superar la dificultad del camino empinado –que puede surgir del exterior o del interior- y, por otro, facilitarnos avanzar con alegría y rapidez. Es un hábito o disposición estable a obrar de la manera apropiada en cada momento, de ahí que haya gran variedad de virtudes correspondientes a las capacidades humanas que perfeccionan.
La que nos ocupa en este punto radica tanto en la voluntad como en nuestro apetito sensible y puede tomar dos formas: la virtud de la fortaleza y la de la paciencia. “La fortaleza implica una firmeza de ánimo para afrontar y rechazar los peligros” (Suma Teológica, II-II, q. 123, a. 2) u obstáculos en general, mientras que la segunda evita dejarse llevar de la tristeza provocada por una dificultad que hay que afrontar por un bien mayor, y así, se considera “paciente al que se comporta dignamente en el sufrimiento de los daños presentes para que no sobrevenga una tristeza desordenada” (ibid, q. 136, a. 4, ad 2). A la unión de fortaleza y paciencia hoy en día muchos la llaman resiliencia, a la que definen como la capacidad de soportar la dificultad y de perseverar en el bien.
Ahora bien, estas virtudes no se improvisan: sino que se van adquiriendo a fuerza de repetir actos buenos reiteradamente. Por eso son pacientes y soportan con buen ánimo las dificultades cuantos se han ido acostumbrando a hacerlo así en las pruebas, en las grandes y sobre todo en las pequeñas. Un cambio que nos mueve el piso o un revés laboral, personal o familiar se pueden sobrellevar con paciencia, si se posee tal virtud, o, en caso contrario, sucumbir ante ellos.
La exigencia bien entendida, con uno mismo y con las personas cercanas, es, por eso, de especial necesidad para aprender a ascender a elevadas metas y perseverar en el camino, a costa incluso de renunciar al placer inmediato de lo “fácil”. Es el camino, no hay otro. Así lo vivieron santo Tomás de Aquino y otro Tomás del siglo XX, el P. morales, cuyo fruto se puede descubrir en las obras que fundó: el Hogar de Empleado y los institutos seculares Cruzadas y Cruzadas de Santa María.