¿Por qué nos gustan los niños? Porque en ellos todo es nuevo, original, imprevisible. Nada de lo que hacen o dicen se conforma a lo establecido; simplemente, ignoran qué es lo establecido, y por ello mismo su lenguaje, como sus actitudes, parecen recién creados. Someten la realidad a un constante proceso de reinvención; son creativos en el sentido más hondo de la palabra, como lo es el Dios del Génesis: crean el cielo y la tierra a cada instante, crean el día y la noche, y no se cansan de crearlos, porque para ellos cada cielo y cada tierra son distintos, cada día y cada noche albergan acontecimientos que nunca antes existieron, que nunca volverán a existir. Su actitud ante la vida es inaugural, frente a la de los adultos, que es reiterativa: crecer es conformarse con una realidad que se repite; y amoldarse a esa realidad repetida, convirtiéndonos nosotros mismos en criaturas en serie, con actitudes previsibles, con palabras gastadas, con sentimientos y pasiones estereotipados, con preocupaciones triviales, de tan archisabidas.
De algún modo trágico, a medida que nos hacemos grandes, nos hacemos iguales. Sólo los adultos podemos ser clasificados, etiquetados, sometidos a disección; y ya se sabe que la disección se realiza en organismos muertos. Decimos las mismas cosas, cometemos los mismos pecados, nos desvelan los mismos afanes: buscamos comodidades que hagan nuestra vida más placentera (o menos sufriente), encauzamos nuestro pensamiento en tal o cual ideología establecida, concebimos sueños o deseos que otros concibieron antes que nosotros, concretados además en las mismas previsibles ambiciones de dinero y triunfo social. Hemos excluido el asombro de nuestro horizonte vital; y eso nos convierte en criaturas doctrinarias.
Los niños, por el contrario, son seres de asombro: no hay dos iguales, cada uno difiere de los otros: no sólo de sus hermanos, o de sus compañeros de clase, sino de todos los niños que en el mundo han sido, de los que son y de los que en el futuro serán. Esa cualidad distintiva la podemos apreciar en las preguntas con las que sin cesar nos interpelan: hay un momento en que esas preguntas nos subyugan y fascinan; pero hay también un momento posterior en que llegan a fastidiarnos. Subyugación y fastidio que tienen una misma explicación: toda la creación se vuelve a crear en los niños, a través de su incesante curiosidad; y este carácter milagroso de su naturaleza despierta en nosotros la nostalgia de lo que fuimos, y también el despecho de saber que ya nunca más volveremos a ser así. Si logramos ceder a esa subyugación, al deslumbramiento que su actitud creativa ejerce sobre nosotros, podemos llegar a convertirnos, siquiera por unos instantes, en niños como ellos mismos; pero enseguida emerge dentro de nosotros el adulto que durante esos instantes hemos reprimido y volvemos a ser rutinarios, y el acopio de novedad que los niños traen consigo se torna de inmediato enojoso, por la sencilla razón de que nos recuerda todo aquello a lo que hemos renunciado, todo aquello que ya no podremos volver a ser.
Cada vez tengo más claro el sentido de aquella frase evangélica: “De los que son como niños es el reino de los cielos”. De ahí los esfuerzos que nuestra época hace por uniformizar a los niños, haciéndolos rehenes de artilugios tecnológicos que aniquilan su curiosidad distintiva, que los convierten en seres rutinarios y mostrencos, tiránicos y caprichosos, hipnotizados por una pantallita táctil. Quieren dejarlos sin Cielo, quieren convertirlos en seres gregarios condenados a la misma existencia repetida de cualquier adulto.