Ciento un años después de aquel 13 de mayo, mensaje inalterable
Corría el año 1917 y el mundo entero estaba aquejado por la Gran Guerra, luego llamada Primera Guerra Mundial. Rusia, por su lado, vivió su propia guerra civil en la forma de la revolución que instauró el régimen comunista en la antigua tierra de los zares. Cuando todos estaban pendientes de los avances de los conflictos y de los acuerdos políticos entre las naciones, en una pequeña aldea de Portugal, cerca del Atlántico, se sucedieron durante varios meses las apariciones de la Virgen María en la advocación del Rosario. Son las apariciones de Fátima, iniciadas un 13 de mayo. De aparentemente poca importancia según juicios humanos, son, sin embargo, la respuesta del cielo a las penas y súplicas de los hijos de Dios. María en persona viene a recordar a los hombres el mensaje del Evangelio, el mensaje que nunca cambia: para lograr la salvación y, además, el bien común de la paz y la felicidad, no hay otro camino que poner a Dios en el centro de la vida, hacer de Él el referente último y hacerlo todo, además, por su amor. De ahí la necesidad de la oración, de la conversión y la penitencia, que nos recuerdan que todos nuestros esfuerzos y nuestros intereses humanos no son salvadores sin Aquel del que procede toda gracia y perdón. Y como consoladora promesa la de “Mi Inmaculado Corazón triunfará”, a pesar de los errores que Rusia extenderá por el mundo.
Sólo Lucía, de los tres pastorcitos a quienes se apareció la Virgen, llegó a ver el reconocimiento por parte de la Iglesia de la veracidad de estas apariciones. Jacinta y Francisco murieron muy poco después, en el 1919 y 1920. Gracias a ella nos han llegado los famosos tres secretos y la suplicante petición de la consagración del mundo al Corazón Inmaculado de María, que cumplió a cabalidad, según los deseos de la Madre del cielo, el Papa Juan Pablo II. Sólo ella alcanzó a celebrar el 25 aniversario de las apariciones, en cuyo año el Papa Pío XII, que celebraba sus bodas de plata episcopales, permitió que los jesuitas que recibirían ese año el orden sacerdotal, lo hicieran el 13 mayo.Para muchos de ellos fue providencial tal vinculación pues vivieron el espíritu de Fátima con una intensidad especial y lo transmitieron así en su apostolado.
Uno de ellos fue el jesuita p. Tomás Morales, un gran movilizador del laicado en los tiempos posconciliares, principalmente en la Madrid de la posguerra española. Vibró e hizo vibrar a sus hijos espirituales con el mensaje de conversión y penitencia de la Virgen: “¿Queréis ofreceros por la conversión de los pecadores?”, repetía en homilías, meditaciones o en sus largas horas de dirección espiritual. Mientras a la vez, y de una manera profundamente convincente, invitaba a la propia conversión reconociendo las miserias pero abiertos a la misericordia de Dios. Esa invitación movió a miles de jóvenes a comprometerse con el Evangelio en sus ambientes familiares y de trabajo siendo testigos en medio del mundo a través del ejemplo de vida y de acciones apostólicas directas, a cientos de jóvenes a responder a la llamada de Dios en el sacerdocio o la vida consagrada, religiosa o laical, y a muchos más a vivir la santidad matrimonial. Las obras que surgieron de esta siembra, dos Institutos Seculares -Cruzados y Cruzadas de Santa María- y una asociación de matrimonios laicos -Hogares de Santa María-, las consagró a Ella. Y, como perla preciosa que manifestaba el agrado de la misma Virgen, uno de sus miembros que se preparaba al sacerdocio, Eduardo Laforet, ofreció su vida por el Papa Juan II al sufrir el atentado en la Plaza de San Pedro el 13 de mayo del 1981. Como un nuevo pastorcito, la Virgen acogió su ofrenda y Eduardo murió de leucemia, ya sacerdote, dos años después. La participación en la cruz de Cristo suele ser el sello de que una obra agrada a Dios. Así fue en esta ocasión. Y como apóstol de Fátima, el P. Morales siguió proponiendo su mensaje de conversión y de compromiso hasta que le llegó el momento del relevo. Fue un 1 de octubre del 1994, primer sábado del mes del Rosario. Para un enamorado de María, ¿no era también señal de predilección de la Madre que el día del encuentro definitivo fuera el día de la Virgen por antonomasia, el sábado, y además, del mes del Rosario, devoción que tanto amó e hizo amar? Definía el amor a María como la ‘cápsula espacial’ que permitía al bautizado ser fiel a su vocación, e invitaba a hacerse pequeño -como los pastorcitos- para refugiarse en el Corazón de María, pues, en efecto, “cuanto más pequeño se es, más Madre se muestra María”.
Pero volvamos al inicio. La apremiante invitación a la conversión de la Virgen en Fátima, ¿no es hoy más actual incluso que entonces? El extendido ateísmo militante, el abandono práctico de Dios y de la visión antropológica cristiana en la sociedad y en la cultura, costumbres cada vez más abiertamente inmorales, ¿no hacen necesaria también hoy la llamada a la conversión?, ¿y qué decir del amor a la Madre, por cuyo Inmaculado Corazón vendrá el triunfo? El P. Morales así lo creyó y lo vivió, especialmente desde aquel 13 de mayo de 1942 en que recibió la gracia de ser otro Cristo para los hombres. Ahora, como venerable, sigue recordándolo.