por Danilo Picart
27 Marzo de 2014La tarde del viernes 25 de agosto de 2000 el ingeniero civil Héctor Cerviño, español radicado en tierras aztecas, casi no podía esperar para probar esa bicicleta con doble suspensión que le ofrecían en venta. Si todo iba bien la compraría después de entregar una propuesta comercial que era clave para el futuro de la empresa donde trabajaba.
Llevaba poco más de ocho meses de matrimonio con Carmen y ambos querían disfrutar su juventud, cuenta a periódico Portaluz. “Decidimos dedicar el primer año de nuestra relación a viajar, a conocernos, y después, como pareja nos daríamos «permiso» para buscar familia”.
La amarga sorpresa camino a Cholula
Aquel viernes, cuando el reloj marcaba las seis de la tarde, Héctor emprendió con Santiago, su amigo y compañero en decenas de aventuras, una ruta que contemplaba visitar las ruinas aztecas de Cholula, ubicadas a 22 kilómetros de Puebla y considerada una de las ciudades más antiguas de América. Feliz y deseando llegar pronto a destino acortaron camino cruzando por avenidas poco transitadas, pero sin semáforos ni señalizaciones. Por precaución pedaleaban en dirección opuesta al tránsito de los vehículos, pensando que así “tendría mejor visibilidad”. Santiago lideraba la marcha y no bien habían avanzado algunos kilómetros, inesperadamente Héctor perdió el equilibrio, apenas unos segundos, centímetros sobre la pista de vehículos... suficientes para desencadenar la tragedia cuando un bus de pasajeros lo arrolló.
“Me encontré en milésimas de segundos tirado en el pavimento con ambas piernas semi separadas con fracturas expuestas, un terrible dolor en la cadera izquierda y el brazo del mismo lado roto en varias partes”, recuerda Héctor. Choqueado su amigo Santiago tardó unos minutos en reaccionar, pero providencialmente apareció una ambulancia que le socorrió.
«Sálvame mis piernas»
Cuando llegaba al hospital de la Beneficencia Española en Puebla ya lo estaban esperando su padre y otros amigos. “En ese momento sólo recuerdo haber dicho al doctor Mario Dorantes «Sálvame mis piernas, que quiero volver a andar en bicicleta»”.
Adormecido con calmantes no se percató que estaba siendo ingresado a cuidados intensivos y en su semi-conciencia pensaba que solamente lo inmovilizarían, curarían sus heridas y en pocas semanas estaría recuperado. Carmen, llegaba en ese instante al recinto y siendo ambos miembros de una comunidad Regnum Christi, con profundas convicciones religiosas, comenzó a rezar con los presentes la corona de la Divina Misericordia.
La oración en las manos de la Virgen María
Las horas posteriores le fueron narradas a Héctor por su esposa, en una carta que le entregaría algunos días después... Había mucha gente afuera del quirófano donde operaban al accidentado. La angustia se apoderaba de Carmen cuando inesperadamente apareció un sacerdote, quien la consoló invitándola a que abandonase todo en manos de Dios. “No puedo explicar el estado de paz que entró en mi alma”, narra en su carta Carmen. «Una vez que lo entregues a Su voluntad, pide un milagro», le dijo el padre. “En ese momento -prosigue la esposa- yo no tenía la fe para pedirlo y le clamé a la Virgen, segura que si ella lo pedía a Dios, todo podía ser distinto... me acordé de las bodas de Caná”, señala.
Las horas pasaban en el quirófano y el equipo médico no podía controlar la fuga de sangre de la pierna derecha. “Aunque hicieran transfusión de sangre y plasma, todo se escapaba en cuestión de minutos -relata Héctor- y entonces Mario, mi doctor, buscó a Carmen para explicar el diagnóstico, que no era satisfactorio: «Carmen, entra a despedirte de tu marido, las piernas seguramente no se salvan y estimamos que por la severidad de los golpes y hemorragias, no dejarán pasar un día más de vida a Héctor»”, fueron las palabras del médico.
Pero un milagro se había pedido con la mediación de la Santísima Virgen. Así las horas fueron días, y los días semanas. Héctor no sólo sobrevivía, su organismo daba signos de mejoría. El equipo médico monitoreó durante casi un mes, “donde mi conciencia y mi decisión eran la de Carmen”, y agrega: “Pasadas tres semanas de inconsciencia, conectado a máquinas y en cuidados intensivos, me bajaron a un cuarto de atención media. Allí comenzaron a desintoxicarme de tranquilizantes y analgésicos que me impedían la plena conciencia”.
Encontrando el rostro de Dios
“Aquí es donde comenzó para mí la aventura de una nueva vida tras el accidente”, narra emocionado. Conforme pasaban los meses necesitó nuevas intervenciones quirúrgicas. Luego llegó la terapia con sesiones diarias de tres horas cada día que califica de “calvario”. Intensos y permanentes dolores, luchando contra la frustración de verse disminuido, aferrado a su fe hasta encontrar el sentido, ofrecer, lo que vivía. “Ese tiempo fue una escuela de enseñanza espiritual. Porque nada de esto que viví se compara con lo que padecen quienes llevan un dolor en el alma, la angustia por no entender el futuro o esa llaga que supura siempre al no tener esperanza”.
La recuperación tardó años, pero tenía su fe y con ella aprendió a valorar lo que Dios le regalaba... “Palpé el valor de la amistad que es indispensable para articularte bien en la vida. Pero lo fundamental... el amor de mi esposa, el poder tener y hacer familia. Sin una familia amorosa a mi alrededor no podría haber superado y continuar creciendo en este proceso”. Aquí descubre, dice, el rostro cercano de Dios... “Porque puedes gozar de las cosas buenas que te regala el mundo, y gozas de la familia, de un trabajo, del descanso, los amigos, pero si no está Dios es como si vieras tres mil películas sin ver el final... te pierdes lo más importante de la vida”.