
por Portaluz
31 Julio de 2014Vino a la vida en Puente Alto, una de las comunas pobres en Santiago de Chile y a los pocos meses de nacer padecería algunas crudas consecuencias que impone a muchos la pobreza, la ausencia de educación y otras debilidades humanas. Luis León no pudo elegir ni menos exigir su derecho a ser criado por ambos padres, a ser amado y protegido por ellos. Tenía sólo siete meses de vida cuando Georgina, su madre -sobrepasada por las propias carencias-, decidió aceptar la oferta de una vecina, Teodora, para criar al pequeño... La madre de Luis era entonces una adolescente de quince años y ya había sido madre de Carlos, a los trece, quien estaba siendo criado por la familia paterna de ambos hermanos.
La historia de Georgina es coherente con el análisis de expertos en bioética como el doctor colombiano Álvaro Olivera-Díaz quien sistematizando resultados de su práctica profesional afirma que las adolescentes al momento de embarazarse “están en un contexto carente de opciones, que alimenta decisiones en conductas de riesgo” (Revista Ciencias Biomédicas 2013;4(2):262-269).
Se conoce y analizan los hechos, se implementan políticas públicas de adhesión y acceso al condón y otros medios anticonceptivos; se legaliza o despenaliza incluso el aborto. Pero esas estrategias han fracasado. Las irrefutables estadísticas indican que el embarazo adolescente es una deuda social pendiente en Iberoamérica, por décadas. El informe más reciente (2013) de la United Nations Population Fund informa que cada día 20.000 menores de 18 años dan a luz en los países en vías de desarrollo. Latinoamérica ha incrementado sus cifras en la última década. Georgina y su hijo Luis, son parte de esas estadísticas.
Si bien la vecina Teodora sería para Luis una figura positiva, protectora, a quien hasta hoy considera como su 'abuela', esta historia de carencias y despojos en la infancia dejarían huellas por décadas en el pequeño... Pasarían ocho años hasta que Georgina pudiera reunir junto a ella a sus dos hijos. Luis, con penas y rabias acumuladas por años, tenía entonces una permanente disposición para buscarse conflictos y resolverlos de forma violenta. “Era choro (agresivo), antisocial y por eso nunca tuve amigos... para mí no importaban los sentimientos de las otras personas”.
Recuerda que pasar límites era un hábito irresistible para él. Como los que comenzó a experimentar el año 1962 cuando todos en su familia estaban felices por el mundial de fútbol que se jugaba en Chile y por tener por primera vez un televisor. “Lo obtuvo un tío en un concurso y nosotros, con mi hermano Carlos, nos robábamos las cervezas que tenían en los cajones, nos poníamos debajo de un sillón y mientras que los más grandes celebraban el mundial, por debajo empecé a fumar y a beber... el trago empezó a formar parte de mí. Después, más adulto, agregué el consumo de drogas como Alcancil y Diazepam. Luego pasé al Valium 5 y terminé con Valium 10”.
Trabajo infantil y egoísmo
La miseria extrema en que vivían millones en la década de los setenta impuso también a Luis la exigencia del trabajo, desde la infancia, como cargador de verduras en el terminal hortofrutícola Lo Valledor de la capital chilena. Con diecisiete años e ingresos propios, sentía que era un hombre independiente. Por ello cuando se enamoró de cierta joven (prefiere no mencionar su nombre) no dudó en casarse con ella. Fue un fracaso a los seis meses y tras varios años el tribunal eclesiástico determinaría el divorcio. “En esa época siempre decía que en primer, segundo y tercer lugar estaba yo y los demás al servicio de mi persona”, recuerda arrepentido.
La oculta adicción sale a la luz
Pocos meses habían transcurrido desde aquél quiebre cuando Ana llegó a su vida. Fue más prudente y tras dos años de relación, en sus 19, “empezamos a vivir juntos y más tarde nos casamos”. Ana estaba feliz y también Luis lo parecía... consolidar su familia era un honesto anhelo del joven. Pero el alcohol sería el verdugo de esta historia... Ni el regalo de la paternidad logró doblegar su dependencia que lo impulsaba a comportarse “como un animal”, agresivo. “Los domingo ella iba a misa y prácticamente «tiraba» a mi esposa adentro (cuando regresaba); le decía que me iba de compras y luego regresaba borracho”.
En el barrio y la comunidad católica del sector todos se conocían, no habían secretos. Y aún recuerda Luis al sacerdote José Bomte, quien con firmeza lo emplazó para que acompañara a su esposa a la misa del domingo. “«Es que no creo en los curas», le respondí y me reprochó por mi conducta y mi estado de embriaguez. Después de una larga conversación, me preguntó si yo creía en Dios, a lo que respondí que sí, y me hizo pasar”.
“No tenía cómo zafarme de la invitación”, dice entre risas. Luis no lo sabía, pero este diálogo de confesión aún algo embriagado, ante aquél sacerdote, fue el comienzo de su lucha frontal “con las tentaciones”, como él mismo señala. Y no sólo comenzó a frecuentar la misa dominical, sintiendo que esto les unía de una forma misteriosa, pero buena, con su esposa, sino que comenzó a participar en algunas actividades pastorales... el padre José siempre sabía cómo convencerlo.
Pero el impulso irrefrenable por el alcohol continuaba asediando el alma de Luis. “Habían ocasiones en que me miraba en el espejo y me decía «estás como para dos litros más». Llegaba a tomar dos litros de coñac o tres litros para entretenerme... recuerdo que para rendir en el trabajo, fabricaba «el peinado de la vieja», que era un trago preparado con medio litro de agua ardiente”.
La borrachera final
En la etapa más oscura de su alcoholismo cuenta que su vida quedó marcada a fuego la tarde del 28 de agosto de 1992. Estaba en el cumpleaños de un familiar y de tanto beber “se me olvidó lo que estaba haciendo”. No entendía por qué, al día siguiente, despertó sólo en casa, con las maletas cargadas de ropa a su alrededor. Pero pronto entendió la advertencia que su familia le estaba entregando. “Todo el mundo estuvo enojado conmigo durante una semana. Después supe por un sobrino que cuando llegué ese día, los traté mal a todos... era la primera vez que se me borró la película completamente. Ya tenía 38 años y decidí que entraría a rehabilitación”.
Dios, corazón de la rehabilitación
Así, con la información de unos amigos se incorporó al Policlínico de Alcoholismo y Drogadicción Obispo Enrique Alvear (PADEA) que hoy con el apoyo del Episcopado chileno atiende al año a más de seiscientas personas con problemas de adicción a drogas y alcohol. Centrado en el Evangelio y la verdad, apoyado por un equipo profesional multidisciplinario, Luis cimentó paso a paso, en decenas de encuentros, un camino de esperanza y reconciliación junto a su familia.
“Los primeros años de rehabilitación, los hice para saldar cuentas. Uno cree que está compensando a los demás por el daño que ha hecho. Después, uno se siente bien, y de ser llamado «el tipo de la esquina» pasa a tener nombre y a llamarse don Luis. Y eso le va gustando... el tomar decisiones propias”, declara.
Al servicio del “Jefe”
Con emoción, relata que para sanar, perdonarse y perdonar, contó con el auxilio espiritual del padre Sergio Naser, un “apóstol de la rehabilitación”, como Luis lo llama. También con el apoyo de su familia Luis se ha consolidado como monitor de un grupo de rehabilitación -la Comunidad Esperanza que se reúne en la parroquia María Madre de los Pobres-, acompañando a decenas de almas que necesitan liberación. Paralelamente se inició como sacristán. Servicio y testimonio que desde hace 19 años alimenta su fe en la parroquia La Transfiguración del Señor (Las Condes, Santiago, Chile). Sentado en las bancas del templo y siempre fijando su mirada en la imponente cruz que resguarda el altar sacramental, explica que el “Jefe” -como llama cariñosamente a Dios- es su Padre y que ha “sentido su abrazo en los momentos más duros de su vida personal”.
Al finalizar nos pide que difundamos la siguiente información...
¿Eres adicto a las drogas o al alcohol? ¿Vives en Santiago de Chile? ¿Estás dispuesto a darlo todo por sanar? Llama y ponte en contacto con:Policlínico Obispo Enrique Alvear