África se confesó diciendo: “Tengo todos los pecados. Menos matar, ponme uno de cada”
África se confesó diciendo: “Tengo todos los pecados. Menos matar, ponme uno de cada”

África se confesó diciendo: “Tengo todos los pecados. Menos matar, ponme uno de cada”

“Por favor, Señor, ayúdame. Necesito que me cures esta pena y seguir adelante porque no puedo”.

por Portaluz

11 Noviembre de 2022

En la historia de África hay tres hitos que le ayudaron a reconocer que había vuelto a casa, pero de eso no fue consciente hasta varios años después, cuando se sentó a escribir los puntos de inflexión de su propia existencia. En el momento, le bastaba con ir, como diría aquel entrenador, “partido a partido”.

África estuvo veintidós años sin tener apenas contacto con Dios. “Apenas” porque casarse, se casó por la Iglesia y, de vez en cuando, rezaba un Padrenuestro para pedirle algo, por si acaso.

Todo le iba de maravilla: Un marido “que es un encanto” y dos hijos estupendos -un niño y una niña, como ella quería-, cambiando de trabajo rápidamente... “Tú has nacido con estrella, todo te va fenomenal”, le decían. No necesitaba a Dios para nada y quedaban ya muy lejos aquellos años del colegio de monjas y los domingos de Misa con la familia.

Un día, después de dar a luz, se cruzó con una vecina que acababa de tener gemelos:

-¿Y cómo se llaman? -Pedro y Pablo. -¡Anda, como los Picapiedra! -No, no... como los apóstoles. ¿Y cómo salió todo con tu hija? -Fenomenal. Nació a las 3, a la hora de... -De la Divina Misericordia. -No, del telediario... ¿De la Divina Misericordia?, ¿y eso en qué canal lo ponen?

África no entendía nada, estaba totalmente en off.

“Ponme uno de cada

Un poco más adelante, en octubre de 2001 estaba en paro y se le ocurrió hacer un máster en la universidad. Cada día, al ir a la cafetería a desayunar, pasaba delante de la Capilla, donde había un cartel que decía: “¿Aún no te has confirmado? Pasa e infórmate”. Todas las mañanas dejaba atrás aquel cartel sin poder evitar el mirarlo. Esas palabras martilleaban su cerebro, hasta que un día se decidió a entrar. Lo hizo porque su hijo iba a hacer la Primera Comunión y le daba pena que fuera la última, porque ella y su marido nunca iban a Misa.

Como no vio al cura, cogió un libro que había allí y que luego no ha dejado de leer porque le encanta: “Hablar con Dios”, de Francisco Fernández Carvajal. Aunque no creía que pudiera ser verdad, le parecía muy bonita la historia que se contaba y empezó a llegar antes a la universidad para leer, volviendo a ello en cuanto terminaban las clases. Y mientras el cura seguía sin aparecer...

También encontró un papel con los Mandamientos de la Iglesia. Oír Misa entera todos los domingos “¿Todos los domingos? Con la de cosas que hay que hacer, están locos...” Confesar al menos una vez al año “Por favor, ¿esto quién lo hace? Si es muchísimo...” Ayudar a la Iglesia en sus necesidades “Sí, ¡con lo que tienen! Que vendan el Vaticano...” Y pensó que esos Mandamientos tendrían que cambiar en algún momento.

Hasta que el cura apareció. Le dijo que quería confirmarse y que le sonaba que para eso había que confesarse antes. El sacerdote le dio un examen de conciencia y ella se preparó. ¿Cómo iba a saber ella que todo eso era pecado? Se confesó diciendo: “Tengo todos los pecados. Menos matar, ponme uno de cada”.

Aquel sacerdote fue dándole catequesis durante varios meses y ella acabó confirmándose, en mayo de 2002. Fue un momento impresionante. “Entiendo que no hace falta sentir nada cuando te vas a confirmar, pero, en mi caso, tuve una experiencia un poco especial. En el momento en que el obispo me puso el óleo noté una presión muy fuerte, no me podía mover. Lloraba de la emoción, no sé muy bien por qué. Mi marido, que estaba casi más alejado que yo, era mi padrino. Luego me enteré de que debía ser una persona que te acompañara espiritualmente; pero bueno, él estuvo ahí, me puso la manita en el hombro y fenomenal”.

A raíz de la Confirmación empezó a ir a Misa, pero lo dejó. Después de la Comunión de su hijo lo volvió a intentar, pero nada. No entendía el significado de la Liturgia ni las palabras del sacerdote. Le parecía todo repetitivo, no le encontraba ningún atractivo.

Necesito que me cures esta pena

África siempre había tenido muy buena relación con su familia, especialmente con su padre, que era muy creyente. Aunque no compartían la fe tampoco era algo que les separara, sino al contrario. Muchas veces hablaban de la muerte, algo que a ella siempre le había dado mucho miedo.

Su padre le decía que sólo le preocupaba lo malo que se tenía que poner para morirse, pero, lo que le esperaba después, lo tenía muy claro: «Eso no lo sabes», le decía. Pero él llevaba muchos años rezando para tener una buena muerte y le había pedido al Señor que, quince días antes, le enviara un aviso para estar preparado. “Papá, por favor, ¿qué esperas?, ¿que se te aparezca la Virgen?, ¿Qué te llegue un telegrama celestial? «Llevo muchos años pidiéndolo y sé que el Señor y la Virgen me lo van a conceder», le respondía y ella pensaba: “Pobrecillo, cuando vea que se muera y no le avisa nadie...”

El verano que él murió recibió la señal antes. “No sé si fueron 15 días exactos o no, porque no se me ocurrió ponerme a pensar”, recuerda. Su padre tuvo una buena muerte, como él quiso, y les dio tiempo a darle la Unción de Enfermos. Estaba claro que no podía ser una casualidad.

Un año después, África seguía teniendo muchísimo pesar, una depresión horrible, pero había que seguir trabajando. A veces tenía que parar de repente e irse al baño a llorar. Fue al médico y tomó medicación para la ansiedad y para dormir, por primera vez en su vida. Hasta que un día ya no pudo más y se encaró con Dios: “Por favor, Señor, ayúdame. Necesito que me cures esta pena y seguir adelante porque no puedo”.

El calor del mediodía en el Mediterráneo

Por aquella época trabajaba de comercial en asuntos de inversiones y tenía sus clientes, a los que atendía a domicilio. Un día le llamó una señora pidiéndole ayuda. “¿Dónde quedamos?”, preguntó África. «Yo trabajo de organista en la Iglesia de tal sitio, podemos quedar después de la Misa de 12», le respondieron. Era un domingo, día de Pentecostés.

Llegó a la cita con tiempo y decidió entrar y sentarse al lado de la organista para esperarla, al lado del altar, en el primer banco. En la homilía pasó algo. “El sacerdote empezó a hablar de una manera que me dejó impactada. Fue como si el mensaje fuera para mí: hablaba de la otra vida, de que esto es un cambio de casa, que somos eternos y la muerte es sólo un hasta luego, que estaremos con nuestros seres queridos, que conoceremos a Jesús... Mi pena se iba pasando por momentos para ir dando paso a la esperanza”.

Se quedó tan alucinada que, cuando terminó la Misa, no podía reaccionar. La organista le iba contando su problemática, pero ella la oía de forma lejana. Salió de ahí totalmente cambiada pero no le contó nada a nadie. Al domingo siguiente sintió un impulso grande para volver. Y al siguiente, y al siguiente... pero todavía a escondidas.

Un día explicó el cura que a Misa no iba uno por cumplir, sino por amor a Dios. «¿Podrías estar toda una semana sin ver a la persona que quieres? Pues eso es lo que pasa con Dios», insistió el sacerdote.

Por aquella época llevaba a sus hijos al colegio y después algunas madres amigas se iban a desayunar. Ella empezó a ir algunos días a Misa a esa hora... pero le daba vergüenza decirlo. Un día les contaba que tenía que ir a una peluquería que abría muy pronto. Otro, que tenía que hacer un recado en una tienda que estaba muy lejos. Hasta que un día no pudo más... «¿Pero se puede saber dónde vas todos los días después del cole?», arremetieron sus amigas. “¡A Misa!, ¡me voy a Misa porque lo necesito!”, respondió. «Pero ¿qué dices? Si es jueves», añadieron las sorprendidas.

Cara a cara con Dios

El siguiente regalo llegó también en una homilía. «Para poder conocer a Dios y hablarle de Él a la gente hay que estudiar la historia de Salvación, conocer el significado de la Liturgia... por eso aquí en la parroquia tenemos clases de Teología. Es gratis, no hay que hacer examen y podéis venir cuando queráis, sin apuntaros», avisó el cura.

Con toda su ilusión, buscó una canguro para el viernes por la tarde y se compró un cuaderno en el chino para seguir con su historial universitario de alumna aventajada. En la primera clase no entendió nada y decidió no volver, pero, antes de irse, la chica de al lado, de una edad parecida a la suya, se ofreció a darle clases particulares. “¿Gratis? Si no nos conocemos”, preguntó asombrada. «Así nos empezamos a conocer», dijo la aludida. Y durante tres meses aprendió ella sola, un ratito cada día después de Misa y, cuando estuvo lista, se volvió a incorporar al resto del grupo, al que todavía hoy sigue yendo.

Ese fue el retorno definitivo para África. Su marido, a quien al final contó su conversión, estuvo un tiempo riéndose. Pero luego empezó a acompañarla los domingos. A todos, porque iban los cuatro. Él se quedaba esperándoles en el bar y, poco a poco, fue entrando.

“Le pasó lo mismo que a mí, aunque tardó más. Yo pensaba que era feliz pero ahora me doy cuenta de que me faltaba eso tan importante que es Dios. De vivir de espaldas a Dios a vivir de cara a Él, la vida es totalmente distinta, gira 180 grados. Dios habla bajito. A mí me ha estado llamando durante veinte años mientras yo le decía que no, porque sabía que si le dejaba entrar me iba a revolucionar la vida, pero mereció la pena”.

Alguna vez, hace muchos años, África recuerda haber sentido pena por haber perdido la fe y haber oído por dentro una voz que le decía «pídela». Y la pidió. “Cuando pides fe el Señor te la da. Así, gratis”.

Otros testimonios junto al de África en el siguiente documental

Fuente: Opusdei.org