Las drogas y el roce de la muerte

Fue abusado sexualmente en su infancia: "Dios me enseñó el perdón"

25 de julio de 2013

Juan Carlos Ruiz es un testigo del infierno. Tal cual. Fue sexualmente abusado en la infancia y la drogadicción sumó huellas. Perdió la movilidad de sus piernas y rozó la muerte. Pero levanta la voz para testimoniar que otra vida es posible. Es un apóstol entregado a liberar a sus hermanos adictos.

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Violencia, abuso y abandono fueron el ultraje a su inocencia de niño. Su familia tenía todo lo que el mundo valora… dinero, propiedades, una empresa textil, pero Juan Carlos Ruiz no era feliz. Hijo de un padre violento y una madre despreocupada, el niño ocultó, abandonado, los reiterados abusos sexuales de su tío.  Luego, la consecuencia… a los 12 años, fue seducido por las drogas. “Me acuerdo que muchas veces mi familia no me entendía, me preguntaban qué me pasaba. Y yo les decía nada, no me pasa nada. Claro, por fuera trataba de hacer que no pasara nada aunque por dentro estaba hecho pedazos”.
 
Ignorando la autoridad de su madre buscó refugio en sus abuelos maternos, quienes por la edad desconocían que el nieto vivía el sub mundo de las pandillas. La banda pandillera de Juan era atrevida y no tenían límites para conseguir drogas en las poblaciones de la zona sur de Santiago de Chile. “Yo la verdad es que robaba con ellos no por necesidad, sino porque sentía tanta rabia, tanto odio por todo lo que había sucedido en mi vida, que no tenía fe, no tenía esperanza, ni siquiera pensaba si iba hacer algo el día de mañana. Dejé los estudios, abandoné a mi familia, porque después me fui a la calle”.
 
El deterioro moral no se detiene
 
Pasaban los años y siguió cayendo a un pozo sin fondo, donde la cárcel no fue el último eslabón de esta cadena. “Estuve preso a los 18 años. Mi mamá entonces me ayudaba pagando buenos abogados que lograban eludir la justicia, y claro, salía libre. La última vez que caí preso, le prometí a ella que no iba a volver a hacer estas cosas. Dejé de traficar, de robar y empecé a trabajar con ella”.
 
Pero los suyos eran fallidos intentos de cambio, pues aunque en menor cantidad, seguía consumiendo drogas. Si bien el entorno cambia o la familia cambia –confidencia-, yo no había cambiado. “Seguía siendo un adicto, un enfermo… y ese odio hacia mí mismo no me lo podía sacar”.
 
Sin capacidad de aprender de sus errores, no pudo controlar al “animal”, dice, que lo devoraba por dentro y -según cuenta-, “cometí uno de mis más grandes errores cuando asalté un autobús”. Recuerda arrepentido que su víctima se resistió y para poder robar la recaudación del día “…golpeé a un hombre salvajemente con un bate de beisbol, lo dejamos de espalda e inconsciente, salimos arrancando con el dinero y nunca más lo volví a ver, no supe lo que le pasó”.
 
La puñalada final
 
Conforme pasaban los años, su vida podía tener sólo dos destinos… la cárcel o el cementerio. La muerte rozó su alma abruptamente después de una fiesta: “Estaba saliendo de un jolgorio de drogas, cuando me detuve en una esquina de la calle. No alcancé a darme cuenta de nada, cuando me clavaron una firme puñalada en la espalda. Yo estaba tan drogado que no sentí ningún dolor. El cuchillo atravesó mi columna y permanecí así por cinco horas y media, desangrándome despacio. Desperté en el suelo y algo aturdido imploré… «Dios yo soy tu hijo, no quiero morir desangrado. O mátame de una vez o sálvame». No pasaron más de tres minutos cuando llegaron a socorrerme”.
 
La agresión en su columna fue devastadora. Con treinta y dos años, se quedaba inmóvil de sus piernas, desde la cintura para abajo, debiendo aprender a movilizarse con muletas. “En ese momento me dije «no soy nada, soy un pedazo de carne inservible. No me queda más que morir»”. Sin embargo, Dios buscaba escribir derecho en renglones torcidos. Su abuela, a quien tanto amaba Juan Carlos, sufrió una trombosis que la tuvo en agonía y este hombre movido por el amor, tomó entonces una decisión que sería el punto de inicio para su renacer. “Le pedí a Dios que la dejara con vida y que yo iba a dejar las drogas. Así fue, me lo concedió”.
 
Recuperación. Doce pasos una vida
 
La puerta para salir a una vida nueva terminaría de abrirse cuando comenzó a participar en los encuentros del movimiento Narcóticos Anónimos de una parroquia cercana a su casa, en la comuna de Puente Alto de la capital chilena. Quien le llevó hasta allí es Patricia, adicta en proceso de recuperación en aquél tiempo y hoy esposa de Juan Carlos.
 
 “Me entregaron la guía de doce pasos para recuperarse espiritualmente y tomé casi por azar una hoja en la que me preguntaban si en algún momento había tratado de reprimir mi vida consumiendo drogas. Me puse a llorar porque ocultar la verdad era el punto de partida de todo lo que hice durante mi vida”.
 
Con profunda emoción, Juan Carlos agradece a Dios por su perdón sanador y el don de la fe que hicieron posible su recuperación. “Dios me enseñó el don del perdón… le agradezco a Él por todo lo que viví. Esas personas me enseñaron algo que nadie más pudo. Perdonar al que me violó cuando niño, me enseñó a que yo no debo serlo, y que debo amar, respetar y cuidar a un niño. Perdonar a mi padre, que fue un mal padre, me enseñó a que yo no debo serlo. Perdonar a mi madre, al momento de echarme de la casa, me enseñó a recuperar a mi hijo, que tuve en la juventud y que lo abandoné al momento de que nació”.
 
El encuentro con Dios, que marca su rehabilitación, es una señal de esperanza para otros a quienes acompaña desde Narcóticos Anónimos a liberarse.
 
Ya finalizando, confiesa a Portaluz.org que reza todos los días a San Francisco de Asís y a la Virgen. En sus oraciones, pide también, dice, por cada víctima que asaltó y dañó en su juventud. “Yo sé que durante esta conversación, un adicto en el mundo muere a consecuencia de esta enfermedad y no tuvo la misma suerte que yo. Dios tiene fe en el hombre, tiene fe en el adicto”.

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