De origen colombiano, Mario Herrera es el menor de cuatro hijos, cuyos padres emigraron para criarles en Washington DC (USA). Fue bautizado y educado en la fe católica…. “Hasta los doce años la fe era para mí algo real. La devoción a la Virgen María especialmente, las oraciones en casa. Me parecía obvio tratarla como mi Madre y saberla también Madre de Dios”, confidencia.
Pero en la adolescencia Mario comenzó un gradual alejamiento de todo aquello que constituía su intimidad con Dios y la Santísima Virgen María. Las chicas, explorar la propia sexualidad, apasionarse por la ropa y el deporte, disfrutar siendo admirado por sus pares, lo sedujeron. El golpe de gracia, dice, lo dieron sus propios hermanos que se burlaban de la piedad que él expresaba al bendecir los alimentos. Mario, avergonzado y cautivado por el mundo, se alejó de Dios.
Un objeto de consumo
Por años anduvo perdido. A los 21 años reinaba en las discotecas, las pasarelas de moda y campañas publicitarias de marcas que gustaban de su perfil latino. Cosmopolitan y revistas de la farándula hablaban de él como un modelo y actor en ascenso. Mario, no lograba ver cuán efímero era todo.
El año 2000, estando a punto de firmar un contrato para actuar en una telenovela se rompió la mano -fractura expuesta- mientras se ejercitaba. La agencia, lejos de lamentar lo sucedido o apoyarle, le dio la espalda. “Me trataron horrible, como si fuera… no sé, un objeto para generar dinero. «¡Cómo te has atrevido a romperte la mano!». Me hizo pensar mucho y me di cuenta que a nadie le importaba mi bien, salvo que les hiciera ganar dinero o que quisieran algo de mí, un favor, sexo...”
En ese momento decidió que dejaría el modelaje, aunque volvería a hacer algunos trabajos de espectáculo meses después, antes de que su vida diera un vuelco radical.
La seducción protestante
Su primer paso de retorno a Dios fue aquél accidente, aunque él no lo sabía. Luego una chica protestante le motivaría a dar el siguiente. “Después de romperme la mano empecé a trabajar como agente de modelaje. Monté una agencia y la secretaria, muy buena persona, era evangélica protestante y nos hicimos novios. Yo la veía muy feliz siendo protestante y sus ideas negativas sobre el catolicismo influyeron en mí. Entablé un combate con la fe de mis padres, la católica. Me preguntaba por qué los cristianos teníamos que preocuparnos por las cosas externas como los sacramentos o por la Virgen…, en vez de relacionarnos directamente con Cristo”.
Pero aquellas dudas sólo eran viento sobre brasas que pronto encenderían su fe. La relación con la chica protestante acabó cuando Mario decidió mudarse a Pittsburg para estudiar fisioterapia y allí nuevos ‘buenos samaritanos’ harían su aporte. Sería él quien tomaría la decisión. Estaba haciendo su experiencia del Hijo Pródigo.
El Espíritu Santo y el Santísimo Sacramento
En un ambiente agnóstico y contracultura como el de la Universidad Estatal de Pittsburg, toparse con un profesor –“el de Anatomía”- que se declaraba católico y en público, no lo pasó por alto. “Enseguida entablamos amistad y un día me invitó a la iglesia, a la charla de un sacerdote. Todo lo que dijo el padre Larry -así se llamaba el cura- me llegó al corazón, como una espada de doble filo”.
El Espíritu Santo hizo su habitual gesto de amor y Mario, que tenía el corazón dispuesto, supo ver que la parábola del Hijo Pródigo que escuchaba en voz del sacerdote, era para él. Sintió en el alma la misericordia del Pastor que va en busca de la oveja perdida… Así de simple y extraordinaria estaba ocurriendo su vuelta a casa.
“Me sentí aceptado tal como era y llamado a algo grande: servir a Dios. Dios me quería con infinito amor. ¡Se abría una nueva esperanza! Pero fue al sacar el Santísimo cuando cambió todo. Tenía un sentimiento de mi cuerpo moviéndose. Era mi alma, que al ver el Santísimo saltó como un niño dentro del vientre de su madre. Empecé a llorar de gozo. Pero también a llorar de pena, porque yo conocía eso a los 13 años y me había alejado de ello. Porque sabía que eso era la verdad y yo estuve cerrando los ojos a Dios durante 10 años, tapándome los oídos: «No me hables, no quiero saber nada de ti». Entré en el confesionario llorando, con el dolor de haber cometido la mayor de las ofensas: rechazar durante años el perdón de Dios, cerrar mis oídos a su voz”.
Mario cuenta que en cuanto llegó al lugar donde vivía llamó a sus padres porque necesitaba decirles cuánto los amaba. “Uno de mis hermanos pensó que estaba a punto de tirarme por un puente, que me había vuelto loco”. Y así es, agrega apuntando: “loco de fe”.
El amor de Dios, en la oración de un hermano
La alegría del Evangelio que reconoció en cada tramo de su ser le llevó a respirar en todo el anhelo de ser testigo de la Resurrección, comunicar a otros la verdad recibida como un regalo. De Mario Herrera, comenzó a pedir que le llamasen Mario St. Francis. Ello ocurrió por su devoción al santo de Asís y cuando decidió ser un predicador católico de las maravillas de Dios. “A todos los que escuchan mis predicaciones les digo: ¡Nunca duden del poder de la oración! Porque hasta el más grande pecador puede, con la gracia de Dios, ser una persona de fe. Que Dios nos quiera mejores no quiere decir que no nos quiera como somos. No hace falta ser mejor para regresar a Él. Basta con decirle: Aquí estoy, Padre. A ti me ofrezco, a ti me doy. En el amor de Dios se colma el deseo que todos tenemos de ser amados”.
Fuentes: Portal de Youtube Mario St. Francis, Católicos en línea 2000