No elegí tantos sufrires que llegaron a mi vida como el granizo de verano. Tampoco renegué de ellos. Si llegaron es porque Dios tenía y tiene un plan.
Si elegí intentar sobrellevarlos con amor y fuerzas. Y ahí en ese instante sembré rosarios por doquier.
Los tengo de hilos, de madera, de plástico, de metal. Rosarios y más rosarios que puedo rezar en cualquier momento, en cualquier descanso. Aprendí que el temor, la tristeza o la desazón desaparecen o empequeñecen cuando empiezo "Dios te salve María..."
No hay un tiempo planificado para rezar, todo el tiempo puede ser una oración prolongada que a veces se pausa y después sigue en el momento menos pensado, hasta en una llamada telefónica voy quizás desgranando una a una las cuentas, las avemarías. Las acaricio, las aprieto, las siento en el alma que se me entibia con su compañía. Porque es la caricia, el aliento y la tibieza de María, la Virgencita que está ahí conmigo. Es su presencia permanente en mí.
Miro hacia atrás y quizás con lágrimas. Pero agradezco todo, absolutamente todo lo vivido, lo pasado y lo que viene porque vivido, prueba, cada injusticia, cada dolor me han acrecentado la fe. Una fe inmensa, cristalina, inexplicable, que me da paz, aunque todo a mi alrededor se despedace como en medio de un huracán. Claro que soy humana y a veces lloro un poquito, y al rato rio y al rato sigo. Pero siempre diciendo "Dios te salve María, llena eres de gracia..."