Presentación de la Virgen María

El 21 de noviembre el calendario de la Iglesia Católica celebra la Presentación de la Virgen María en el Templo de Jerusalén. Pero al no tener la categoría de fiesta, muchos fieles no conocen esta celebración o no le dan mayor importancia. Sin embargo tiene relevancia, ya que profundiza en la misión y en la misma identidad de la Virgen María en relación con el plan de salvación de Dios.

En los cuatro evangelios reconocidos por la Iglesia no se narra la presentación de María, pero varios documentos antiguos la han transmitido. Entre ellos sobresale un códice antiguo, conocido ya parcialmente en el siglo II como “Libro de Santiago” y titulado años más tarde con el nombre de “Protoevangelio” (Primer evangelio) o “Protoevangelio de Santiago”, refiriéndose muy probablemente al primer hermanastro de Jesús, mencionado en el evangelio de Mateo (Mt 13,35) y autor de la Carta de Santiago. Aunque la Iglesia Católica no ha incluido el Protoevangelio en la lista de los libros bíblicos, sin embargo es muy valorado por los estudiosos ya que aporta datos importantes, desconocidos o poco conocidos, referentes al nacimiento y a la vida de la Virgen María y a sus desposorios con San José.

Según el Protoevangelio, los esposos Joaquín y Ana, ya muy mayores, se lamentaban por no tener hijos, atribuyéndolo la gente a un castigo divino. Ambos hacían penitencias y ayunos para mover el corazón de Dios. Finalmente sus ruegos fueron escuchados. Un ángel les anunció que tendrían una descendencia de la que todo el mundo hablaría. En agradecimiento Ana prometió presentar el fruto de sus entrañas, fuese niño o niña, al servicio de Dios.

Cumplidos los nueve meses de embarazo, Ana dio a luz a una preciosa bebita y después del tiempo de la purificación le dio el pecho y le puso por nombre María, en hebreo Miryam, cuyo significado etimológico es “Amada de Yahveh”. Recordemos que ese mismo nombre lo tuvo la hermana de Aarón y Moisés en Egipto, quien cantó el éxodo triunfal de los hebreos de Egipto (Números 26, 59).

Al cumplir la niña María un año sus padres ofrecieron un gran banquete invitando a los sacerdotes judíos y al pueblo de Israel. Cuando María tuvo tres años, sus padres la llevaron al Templo de Jerusalén para vivir allí, orar y aprender los trabajos femeninos al servicio del Dios de Israel. La niña subió con dificultad las gradas de entrada al Templo, escena que varios artistas han pintado. El sumo sacerdote Zacarías recibió a la niña, la besó y la bendijo, proclamando: “El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al final de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel” (Protoevangelio 7,2).

Tal como indica el Evangelio de Lucas (1,5.36) María e Isabel, esposa de Zacarías, eran parientes cercanas. Este parentesco facilitó que de manera excepcional la niña María pudiese vivir en el Templo unos 9 años, aprendiendo y realizando las ocupaciones encomendadas a las mujeres, como el bordado de los vestidos sacerdotales y de los paños del altar, además del ornato y de la limpieza del lugar santo. Ciertamente María con toda devoción escucharía las lecturas bíblicas, aprendería y meditaría los salmos y otras oraciones.

Al cumplir doce años, edad en la que suelen comenzar las menstruaciones femeninas, María tenía que dejar el Templo, ya que ninguna mujer podía quedarse en él para no mancillarlo, según la antigua ley de Moisés (Levítico 15,19-30). Un poco más tarde el sacerdote Zacarías fue encargado de buscar entre los viudos un esposo para María, quien mantendría así su virginidad y esterilidad como ofrecimiento de la Sierva de Yahveh.

A la luz de éste y otros relatos similares cabe afirmar que María fue privilegiada por Dios. En esa época las mujeres no tenían acceso a conocer y aprender las lecturas bíblicas, porque su primer y más importante deber era cuidar a sus esposos y a sus familias. Además, se miraba a las mujeres con cierto desprecio, ya que se las identificaba con Eva, la tentadora que hizo caer a Adán en el pecado (Génesis 3, 16).

María llevó una intensa vida de oración y de entrega total al Señor, renunciando a tener hijos, como castigo merecido por los pecados del pueblo de Israel. Por eso se identifica a María como la Hija de Sión (Miqueas 4, 8-10), figura femenina paralela al Siervo de Yahveh, que cargó con el pecado del pueblo (Isaías 42).

Con el tiempo las iglesias cristianas comenzaron a celebrar la Presentación de la Virgen María, primero en el Oriente y luego en Occidente. En 1372, Gregorio XI, Papa desterrado en Aviñón (Francia), introdujo esa celebración, que posteriormente el Papa Sixto V la extendió a toda la Iglesia. En esta fiesta se recordaba también la Dedicación de la Iglesia de Santa María la Nueva, en el año 543, edificada cerca del Templo de Jerusalén, como probable lugar del nacimiento de la Virgen María.

Ya en el año 1953 el Papa Pío XII instituyó el 21 de noviembre, día en que se celebra la Presentación de la Virgen María, como la “Jornada por los Orantes”, en honor a las comunidades religiosas de clausura. Más recientemente en 2014 el Papa Francisco animó a que este día sea “una ocasión oportuna para agradecer al Señor por el don de tantas personas en los monasterios y en las ermitas que se dedican a Dios en la oración y en el silencio activo, reconociéndole aquella primacía que sólo a Él le corresponde”. “Demos gracias al Señor por los testimonios de vida claustral y no les hagamos faltar nuestro apoyo espiritual y material, para cumplir esta importante misión”.