por Jaime Nubiola
Desde hace años he impartido numerosos seminarios y conferencias en defensa del pluralismo. Frente al fundamentalismo —que se cree dueño de la verdad —y frente al relativismo escéptico —para el que simplemente no hay verdad— he querido presentar siempre una vía más modesta basada en la experiencia del desarrollo científico. La clave es estar persuadido de que en todos los pareceres formulados seriamente hay algo de lo que podemos aprender y que por eso debemos escuchar a todos.
Y todos advertimos con claridad que nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos y de un escepticismo generalizado acerca de los valores. Pero muy a menudo los valores (lo bueno y lo malo, lo que hay que hacer o hay que evitar) parecen ser a fin de cuentas lo que decidan los gobernantes de turno atentos a la sensibilidad de su electorado. Se considera que son los representantes elegidos democráticamente quienes han de decidir acerca del bien o el mal de las acciones humanas.
Por ejemplo, el pasado junio, el Parlamento británico votó a favor, por un estrecho margen (314 votos a favor y 291 en contra en la Cámara de los Comunes), un proyecto de ley que legaliza la muerte asistida para personas con enfermedades terminales. La prensa consideraba que esto «marcaba un hito en la historia del país en materia de reforma social». Lo que sucede en el Reino Unido pasa también en las demás sociedades democráticas occidentales. Vivimos en una extraña mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó tan bien el poeta Campoamor con su «nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira».
Sin embargo, de forma creciente, voy cayendo en la cuenta de que hoy en día el problema no es tanto este escepticismo moral como la sistemática confrontación de dos posiciones cuya mutua identidad se define una frente a la otra. Parece como si la rivalidad deportiva (Barcelona/Real Madrid, Boca/River, etc.), que constituía comunidades emocionales identitarias hace décadas, se hubiera contagiado a muchos otros ámbitos, en particular a la esfera política, hasta llegar a contaminar de animadversión, rechazo, rencor, confrontación e incluso odio a toda la sociedad.
Esto es lo que se ha llamado «polarización» y que es tema central o de moda en los medios de comunicación y en los análisis de la comunidad política desde hace un par de años. El término proviene originalmente de la física, pero lo que ahora se quiere decir con él es —me define ChatGPT—»un proceso social y político por el cual las opiniones, actitudes o identidades de las personas se van agrupando en posiciones cada vez más opuestas, hasta el punto de dificultar el diálogo y la búsqueda de acuerdos». Esto es lo que viene sucediendo en muchos países democráticos, pues en los países autocráticos o en diversos países pobres la represión o la situación económica y social no permite una confrontación así.
Si nos paramos a pensar un poco, enseguida reconoceremos que en muchos campos nos encontramos hoy con unos conflictos binarios radicales: varones/mujeres, fascistas/comunistas, izquierda/derecha, progresistas/conservadores, jóvenes/viejos, ricos/pobres, pueblo/casta, nacionales/inmigrantes, creyentes/ateos, etc., etc. O se está en un lado o en el otro, pero no resulta aceptable una posición intermedia. O blanco o negro, pero no hay espacio alguno para los grises con sus diferentes tonalidades. Todo se ha simplificado dicotómicamente quizás a causa de una tremenda superficialidad. Lo peor es quizá que muchas veces se piensa que cualquiera de esas categorías define totalmente a la persona; más aún, que lo que la define es su odio a los miembros de la categoría opuesta.
Con cierta frecuencia me preguntan cuál es el origen de esta polarización que marca el escenario público de la vida de tantos países. Algunos lo achacan directamente a los móviles, las redes sociales y los nuevos medios de comunicación que se convierten en cámaras de eco al proporcionar solo la información que al usuario más le llama la atención —y por tanto a la que presta más tiempo—, sea positiva o negativa. Mi parecer es más bien que lo que sucede en nuestros móviles es un reflejo de lo que pasa en la realidad, en nuestra vida, y que estos medios lo que hacen es aumentar y agravar la polarización.
Hay quienes consideran que los seres humanos tenemos un profundo sesgo psicológico de origen animal que divide el mundo en amigos/enemigos, aunque sean grupos sociales muy semejantes. Puede pensarse en el horrible genocidio de hutus y tutsis en Ruanda, las peleas de barrio entre bandas rivales, los conflictos entre aficionados de equipos de fútbol de la misma ciudad, etc. Hay un refrán castellano que dice que «no hay peor cuña que la de la misma madera».
No sé cómo puede neutralizarse esa dañina polarización de la sociedad, pero por mi parte procuraré perseverar en la amable defensa de un pluralismo razonable, basado en la positiva confianza en la razón humana, en particular cuando se desarrolla comunitariamente. Se trata de escuchar a quienes tienen opiniones diferentes de la nuestra para aprender de ellos, pues seguro que algún punto de razón tendrán. Antonio Machado decía en una letrilla: «En mi soledad / he visto cosas muy claras, / que no son verdad» (Nuevas canciones, 1917-1930, Obras completas, II, p. 629). Como recordaba más hermosamente el papa hace unos días, «la verdad se busca en comunidad».
