Nunca hay que reírse de los otros...

En uno de los pueblos que serví hace años, contaban que había un hombre del que muchos se reían gastándole bromas. Lo mejor era que él disfrutaba divirtiendo y haciendo reír a los demás, sin enfadarse nunca. El pobre, de poca inteligencia, vivía de limosnas y de lo que le daban las mujeres del pueblo para comer.

Diariamente pasaba por el bar saludando a los hombres que allí consumían su carajillo mientras echaban la partida. Y nunca faltaba alguno que le ofrecía escoger entre dos monedas: una grande de una gorda y la otra pequeña de peseta. Pero él siempre escogía la más grande y la menos valiosa, lo que se convertía en motivo de risa y chanza para todos. Hasta que un día, alguno de los que jugaban en la mesa le preguntó si aún no había aprendido que la moneda de mayor tamaño valía menos que la otra más pequeña. Y él respondió con sencillez: - “Lo sé, no soy tan tonto, sé que la que cojo vale menos, pero el día que escoja la otra, el juego acaba y vosotros no os reis ni yo no gano más mi moneda”.

Reflexionando sobre esta anécdota, que considero universal pues la he escuchado de varios lugares, se pueden sacar varias conclusiones: La primera: Que quien llaman tonto, nunca lo es tanto como parece. La segunda: Que los que se mofan y etiquetan de tontos a los demás suelen serlo mucho más que aquellos a los que motejan. La tercera: Que la avaricia desmedida acaba cortando la fuente de ingresos; que con poco se gana más; y siempre resulta más rentable ser moderado y sencillo. La cuarta que hacer reír a los demás siempre resulta beneficioso. Pero sobre todo: que podemos estar bien, incluso cuando los demás se rían de nosotros o no tengan una buena opinión. Lo que importa no es lo que piensen los demás de nosotros, sino lo que uno piensa de sí mismo.

El hombre verdaderamente inteligente es el que no le importa parecer ser tonto delante de un tonto que aparenta ser inteligente.Visita el blog de P. Miquel