¿Son todavía importantes las creencias religiosas en Europa?
¿Existe relación entre ellas y las políticas que los gobiernos aplican en cada país?
Son dos cuestiones que la mayoría de nosotros nos atrevemos a responder intuitivamente... a riesgo de equivocarnos. A la primera pregunta la tendencia sería a responder que no, y a la segunda que sí.
Podemos inclinarnos a creer que, a diferencia de los Estados Unidos, la religión ya no tiene importancia para la gran mayoría de los ciudadanos de Europa, o en todo caso es muy secundaria. Atendiendo a la segunda cuestión, y dado que vivimos en democracias, es lógico pensar que la religión y sobre todo aspectos concretos vinculados a la misma, como la eutanasia, el aborto, o el matrimonio homosexual, para citar tres aspectos clave en el actual conflicto cultural, influirán más o menos según la importancia que aquella tenga en cada país.
El último Eurobarometro, un monográfico dedicado a los valores y la identidad de los europeos, publicado este pasado noviembre y realizado entre octubre y noviembre del 2020, nos aporta información de interés.
¿Cuál es la importancia de la religión en nuestra vida? La respuesta a esta cuestión arroja un indeciso empate con un 36% de los encuestados respondiendo que la religión no es importante para ellos, otro 36% diciendo que sí los es, y el 28% que considera que “no es ni importante ni carece de importancia” (“that it is neither important nor un important“). Por consiguiente, sería el juicio de este último grupo ante cada cuestión concreta, el que inclinaría la balanza de la opinión mayoritaria en uno u otro sentido. Esto y, claro está, la coherencia interna de los que valoran la importancia de la religión o la rechazan, ante cada cuestión a ella conectada. Serían estos dos factores los que acabarían determinando las repercusiones políticas de las creencias, dentro de unos límites.
Para valorar mejor el sentido de aquellas cifras, debe considerarse que la pregunta se formuló en una escala de once puntos, de «0» («nada importante») a «10» («muy importante»), en la que las respuestas del 7 al 10 han sido clasificadas con la consideración de importante, y del 0 a 3 como que la cuestión sometida a valoración no era importante. Las respuestas que optan por valores comprendidos entre el 4 y 6, son las consideradas como “no es importante ni no importante”. La traducción cualitativa de este último grupo es bastante discutible. Por ejemplo. ¿Puede considerarse que quien a la pregunta sobre la religión ha marcado un 6, está señalando esta modalidad de “ni-ni”, o está aprobando moderadamente la importancia de la opción planteada; la religión en este caso? En fin, cada maestrillo tiene su librillo.
Las diferencias entre estados son muy amplias y deberían alertar a la prudencia de la Unión en lo que se refiere a aquellas políticas sobre cuestiones relacionadas con las concepciones religiosas y sus derivadas morales y antropológicas.
Para una serie de países la religión es muy importante: Chipre (80%), Rumania (73%), Grecia (72%), Bulgaria (60%), Malta (58%) y Polonia (54%). En el otro extremo hay otros para quienes lo es muy poco, como Suecia (16%), Dinamarca y Luxemburgo (ambos 18%), y Chequia (19%).
Si entramos un poco más en detalle, para adentrarnos en la segunda de las preguntas iniciales, de cómo la religión influye o no en las políticas públicas, encontraremos aspectos que dan que pensar. Suecia, el país menos religioso de Europa, posee una iglesia protestante oficial, que es sufragada por el Estado con los impuestos de los suecos, quienes, a pesar de valorar en muy poco la religión, no tienen problemas en pagar por ella. Claro que, todo hay que decirlo, se trata de una confesión religiosa muy cómoda para el Estado y muy acomodada a lo que dicta la cultura hegemónica. Chequia, que históricamente ha sido una sociedad poco dada a la religión, está alineada en el seno de la Unión con el grupo que forman Polonia y Hungría, caracterizados por planteamientos políticos de base religiosa, en conflicto permanente con el mainstream ideológico de la Comisión Europea.
Pero fijémonos en Hungría que define su posición (o se la definen) como iliberal y establece políticas basadas en una concepción cultural cristiana sobre la vida, especialmente las referidas a la familia, la natalidad y la educación, de las que España constituye en todo el polo opuesto. Se podría pensar que esto es así por el sistema de creencias de los respectivos electorados, con el húngaro asemejándose al polaco por sus políticas afines y a años luz del español. Pues no es así.
En el caso polaco, quienes consideran importante la religión constituyen el 54%, mientras que, quienes opinan que no lo es, son solo el 28%. El grupo intermedio, el que puede ser que sí pero que no, tiene mucha menos entidad que la media europea, tan solo un 18% de los polacos forma parte de él. Los datos de Hungría son muy distintos, porque en este país quienes valoran que la religión es importante, constituyen un 30% de los encuestados, muy por debajo de los polacos; mientras que quienes no valoran para nada su importancia, significan el doble que en Polonia, el 35%; mientras que son muy numerosos los que se alinean en medio, 35%, bastantes más que la media europea (28%). Quien sí que se parece como un huevo a otro país magiar es España. El 29% de quienes valoran la importancia de la religión, y un 35% para quienes consideran que no lo es. Y nada menos que un 37% pertenecen a la valoración de 4 a 6, los que “ni es importante ni no es importante”. Los datos de Hungría y España son prácticamente iguales, más si se considera el margen de error de la encuesta. Incluso la distancia entre los que valoran mucho y no valoran nada la religión es prácticamente igual: cuatro puntos en España y cinco en Hungría ¿Entonces cómo explicar el abismo que separa la política de ambos países?
La repuesta, mera hipótesis, se sitúa en la consideración que he formulado al principio: dentro de unos límites en el orden de magnitud, lo que determina la resultante final política en las cuestiones controvertidas de trasfondo religioso, es la capacidad de generar un estado de opinión sobre las temáticas en conflicto, así como la capacidad de los partidos para representar políticamente aquellas culturas contrapuestas. Lo que define el resultado es la cohesión interna de aquellos para quien la religión es importante, y la de sus opuestos, así como la capacidad de decantar hacia uno u otro lado el grupo intermedio.
En España y desde siempre, y sobre todo desde Zapatero, el PSOE practica la guerra cultural como método para lograr el gobierno, mientras que el PP, sin una cultura y moral bien establecida en estos ámbitos, la rehúye porque cree que le estorba para lograr el poder, que discute solo en términos de pretendida eficacia material. El resultado es que el PSOE viene gobernando España la mayor parte del tiempo desde 1982, un cuarto de siglo en cifras redondas, mientras que el PP alcanza solo tres quinquenios. En Hungría sucede todo lo contrario. El Fidesz-Unión Cívica Húngara, el partido que gana las elecciones con amplias mayorías, ha hecho suya y la desarrolla muy a fondo la batalla cultural y política derivadas de las creencias cristianas, tanto que para intentar batirlo se han de aliar desde la extrema derecha hasta la socialdemocracia.
La hipótesis final, sin apelar a mimetismos excesivos entre países, es que no es necesario ser una gran mayoría social para impulsar con éxito una política de matriz cristiana u otra laicista, sino la cohesión de cada grupo y la capacidad de ganarse al grupo de opinión intermedia.
Fuente: Forum Libertas