Jesucristo, nuestra Ley
Jesucristo, nuestra Ley

Jesucristo, nuestra Ley

por P. Pedro Trevijano

5 Abril de 2023

Jesús se nos presenta como un legislador que promulga para sus discípulos una ley nueva: ¿en qué sentido?

El anuncio liberador de un orden moral nuevo caracteriza la predicación de Jesús contenida en los Evangelios, que intenta subrayar la consolante verdad del Dios con nosotros, del Reino de Dios que está próximo (Mt 4,19). Tanto Mateo como Lucas observan que Jesús habla y proclama su moral en presencia de sus discípulos y ante la masa del pueblo. Además, la presencia de los habitantes de Tiro y Sidón nos subrayan el universalismo de las palabras de Jesús (Lc 6,17-18).

El tema central del Reino de Dios está indudablemente unido a la liberación del hombre. Donde Dios reina pierden su influjo los poderes satánicos. Los relatos de curaciones y expulsiones de demonios nos indican claramente el carácter liberador de la predicación de Jesús (cf. Mt 11,5). Libertad para Él es sobre todo estar fuera del influjo del mal y de los demonios. Jesús es más libre que los otros hombres porque ha unido su voluntad a la del Padre celestial, que quiere nuestra libertad. Es su especial relación con el Padre la que determina la libertad de Jesús. Llama a Dios «Padre» y nos invita a hacer lo mismo, siendo los conceptos de amor y filiación divina los que van a señalar a partir de ahora cómo son y cómo se desarrollan las relaciones entre Dios y los hombres, que dejan de ser siervos para convertirse en hijos, relaciones que además se ven influidas radicalmente por la esperanza que origina en nosotros la resurrección de Cristo, prenda y primicia de la nuestra.

Pero el aspecto más característico del mensaje moral de Cristo es que todo se centra en la misma persona de Cristo: Cristo se nos aparece no sólo como legislador, sino como referencia y término final de la conducta que inculca y exige. En efecto debemos apegarnos a Él como a una roca sólida (Mt 7,24-27; Lc 6,47-49), pronunciarnos sin vergüenza a su favor si queremos entrar en el Reino (Mt 10,31-33; Mc 8,38; Lc 9,26) e incluso nuestra caridad se medirá en relación suya (Mt 25,31-46).

«Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquéllos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Hch 6,1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana. El discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44). No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre amorosa a la voluntad del Padre» (San Juan Pablo II, Encíclica «Veritatis Splendor» 19).

Este imperativo de seguir a Cristo, tema propio de la predicación evangélica, nos indica que la regla de vida para los cristianos no es algo impersonal y abstracto, sino concreta y viva: Él en persona. Jesús es la norma viva de moral para los que creen en el Evangelio: «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Este seguimiento reconoce que Cristo es el único mediador (1 Tim 2,5), el único camino (Jn 14,6) y el único acceso al Padre (Ef 2,18; 3,12; Rom 5,2). Por la gracia se realiza nuestra incorporación a Cristo y nuestra unión existen­cial con Él, mediante los actos de amor y obediencia. La adhesión a Cristo es por supuesto algo más que la aceptación de su mensaje moral, ya que es una asimilación ontológica activa a Él, es decir una cristificación.

El Concilio Vaticano II nos recuerda: «en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» ... «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). Es decir gracias a la revelación de Cristo sobre Dios es como llegamos a conocer al propio hombre, lo que no debe extrañarnos, si tenemos en cuenta que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26) y llamamos a Dios «Padre» (Mt 6,19).