por Aleksander Ba?ka
13 Marzo de 2024Esta es una de las mayores trampas en las que caemos en nuestra relación con Dios. La convicción de que, para volvernos a Él, debemos primero poner en orden nuestra vida y limpiar nuestra alma de pecado, nos reprime tanto que no sólo daña nuestra relación con Dios, llevándonos a un perfeccionismo malsano, sino que también nos separa durante años del amor de Dios, presentándolo como algo condicional, que se nos ofrece sólo si hacemos el esfuerzo de convertirnos.
Sin embargo, la bondad de Dios y su misericordia no son algo que podamos ganarnos, y menos aún una recompensa por hacer las cosas bien. Es más, a veces la vida nos enreda de tal modo en diversas dificultades y deforma tan profundamente nuestra imagen de Dios que somos incapaces de dar un paso hacia la conversión si antes no experimentamos el amor incondicional del Padre celestial.
Muchos cristianos, al oír esto, se indignan. Porque piensan que tal actitud es misericordia a cualquier precio, minimizando la responsabilidad humana por el mal y tranquilizando al pecador de su maldad y de la creencia de que, como Dios ama tanto al hombre, no es necesario cambiar de vida. Nada más lejos de la realidad.
Sin conversión a Jesús
El llamado a la conversión es uno de los mensajes más fundamentales de Jesús. En el Evangelio según San Marcos, leemos al principio que Jesús comenzó su actividad pública proclamando la proximidad del reino de Dios y precisamente la necesidad de la conversión (cf. Mc 1,15). Al mismo tiempo -y esto suscitó la indignación de los fariseos en varias ocasiones- no puso la conversión como condición que hubiera que cumplir primero para poder acercarse a Él. Al contrario, en repetidas ocasiones inició encuentros con recaudadores de impuestos y rameras -personas consideradas los mayores pecadores de Israel- y sólo más tarde decidieron cambiar de vida. Así ocurrió, por ejemplo, con Zaqueo -el jefe de los recaudadores de impuestos-, a quien Jesús quiso acercarse para darle hospitalidad (Lc 19,1-10).
Esto no significa en absoluto que el Hijo de Dios trivialice el pecado, sino que es el primero en tomar la iniciativa para que el hombre -cualquiera que sea el giro que tome su vida- pueda experimentar el amor de Dios y encontrar en él un impulso para la conversión. Al respecto, el evangelista san Lucas da un ejemplo significativo al escribir sobre Jesús: "Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Él para escucharle. Ante esto, los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: 'Éste recibe a los pecadores y come con ellos'" (Lc 15,1-2). La palabra griega ???????????(prosdechetai), que emplea el evangelista, significa no sólo 'recibe', sino también 'espera', 'aguarda'. Significa que Jesús no acepta pasivamente la presencia de los pecadores en su mesa. La pone para ellos, deseando que experimenten su hospitalidad.
En esto actúa la sabia pedagogía de Dios, que sabe mejor que nadie que quien se convierte al amor es quien lo experimenta. Por eso, en lugar de reprocharnos a nosotros mismos o a los demás que no somos suficientemente perfectos, acerquémonos sencillamente a Dios, y en su amor incondicional encontraremos seguramente el impulso más fuerte para la conversión.