Dídimo de Alejandría se atreve a hacer una muy sugestiva explicación sobre el origen del infierno. Tras azotar el planeta con un diluvio universal que duró cuarenta días y cuarenta noches, Dios advirtió que tal tromba de agua había sido recibida sin excesivo llanto, incluso con exultación, en las tierras abrasadas por la sequía. Conque, desde ese día, habría decidido castigar los pecados de los hombres con fuego. Así fue como creó el Infierno, a modo de antítesis del Diluvio.
Aunque la explicación de Dídimo de Alejandría más parece fábula que teología, parece evidente que el castigo del Diluvio no resultó suficientemente disuasorio. Y parece también que la sequía abrasadora que hoy padecemos es un castigo más parecido al Infierno. Tal vez nuestro destino sea perecer de sed... o en las guerras pavorosas que, inevitablemente, ocasionará la disputa por un agua cada vez más escasa. En el Apocalipsis, son muchas las veces en las que se auguran señales cósmicas vinculadas al agua que anuncian el fin de la Historia humana: la tercera trompeta torna amargas las aguas; la sexta copa se vierte sobre el Éufrates, secando sus aguas... Sin duda, la carestía de agua o su envenenamiento es un signo parusíaco. Pero también es una prueba de que estamos en manos de lobos.
La Agencia Estatal de Meteorología reconocía recientemente que en más de cincuenta países se están realizando experimentos para «modificar artificialmente el tiempo». El pasado fin de semana hablé sobre este asunto con varios agricultores, quienes me aseguraron que sus tierras son sobrevoladas constantemente por aviones que fumigan sustancias para disolver las acumulaciones nubosas, en beneficio de las empresas que instalan placas solares en la región. ¿Son estos agricultores unos conspiranoicos? Y, aunque lo fueran, ¿hemos de aceptar que nos fumiguen para «modificar artificialmente el clima»? España, por otro lado, lidera la lista europea en demolición de presas, con la excusa de recuperar el cauce natural de los ríos y permitir que la fauna fluvial pueda desplazarse sin impedimento. ¿Es lícito anteponer, en las circunstancias presentes, la fauna fluvial sobre las necesidades perentorias de agua? En la Antigüedad, lo primero que hacían los ejércitos que pretendían asediar una ciudad era cortar su aprovisionamiento de agua. ¿Son nuestros gobernantes un ejército enemigo que trata de asediarnos hasta rendirnos? Algunos de esos magnates protervos empeñados en reducir la población mientras multiplican su riqueza ya ha anunciado que, en un futuro próximo, el agua será un bien tan valioso como el oro. ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar estos hijos de Satanás por enriquecerse? ¿Y nuestros gobernantes por servirles?
Hemos dejado de agradecer a Dios la existencia del agua, hemos dejado de implorarle que nos la procure. Así que Dios nos castiga dejándonos sin agua; y dejando que gobernantes peores que un ejército enemigo conviertan nuestra vida en un infierno.