Opinión

El cielo inmóvil

por Juan Manuel de Prada 13-01-2025
san José. Murillo

 

 

Entretengo estas Navidades leyendo los 'evangelios apócrifos', algo que imperdonablemente no había hecho hasta hoy. 'Apócrifo', en griego, significaba 'oculto' o 'apartado' (o una mezcla de las dos cosas, algo así como 'recoleto'); pero el epíteto cobraría un nuevo significado cuando se fijó definitivamente el canon bíblico en el Concilio de Trento y algunos libros -tanto del Nuevo como del Viejo Testamento- fueron apartados, por contener pasajes que se consideraron contrarios al dogma, o simplemente fantasiosos. Posteriormente, por una curiosa traslación semántica, se considerarían libros o documentos 'apócrifos' aquellos que resultan 'falsos'; no por fantasiosos, sino porque su autoría es fraudulenta o 'trucha', que diría un argentino.

Ciertamente, los evangelios apócrifos son mucho más fantasiosos que los canónicos, en su despliegue de maravillas y su propensión fabuladora; pero están plagados de historias que, aunque no se consideren 'reveladas', forman parte de la Tradición católica y se han incorporado pacíficamente a la liturgia -en especial en las iglesias orientales-, a la devoción popular y -sobremanera y muy fructíferamente- al arte. Pensemos, por ejemplo, en la Verónica que enjuga el ensangrentado rostro de Cristo, camino del Gólgota (que es un personaje que aparece en el evangelio apócrifo de Nicodemo); o en las 'mocedades' de la Virgen María, que se narran en el llamado Protoevangelio de Santiago, junto a los esponsales de sus padres San Joaquín y Santa Ana. Los frescos de las iglesias italianas que más admiro relatan precisamente estos episodios, que no recogen los Evangelios canónicos. Pero nadie puede ser del todo católico sin conocerlos; pues respiran un clima de 'hermosura y luz no usada' que sólo una sensibilidad católica puede captar -y disfrutar- plenamente.

Así que mi lectura de los evangelios apócrifos está siendo alborozada y por momentos estupefacta, con ese grado de rendición ante la maravilla que no experimentaba desde mis lecturas infantiles de los cuentos de hadas. Y también un venero de descubrimientos literarios insospechados. El mencionado Protoevangelio de Santiago, que se inicia con una extensa primera parte dedicada a diversos acontecimientos previos al nacimiento de Jesús (con especial atención a la rama materna de la familia), deja para su desenlace el relato de la Natividad que en estas fechas celebramos.

En un pasaje especialmente afortunado, José, después de dejar a María en una gruta, parte a Belén en busca de una partera; entonces, súbitamente, la aséptica tercera persona que nos relata los hechos se transforma como por arte de ensalmo en una primera persona que da voz a José, como adentrándose en las cámaras de su conciencia; y lo que nos cuenta es un 'milagro secreto' que anticipa en 1800 años el recurso empleado por Borges en su célebre cuento (cuesta creer que Borges, vieja urraca literaria, no conociese el pasaje): "Y yo, José, avanzaba, y he aquí que dejaba de avanzar. Y lanzaba mis miradas al aire, y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo, y lo veía inmóvil, y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra, y vi una artesa, y obreros con las manos en ella, y los que estaban amasando no amasaban. Y los que llevaban la masa a su boca no la llevaban, sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no marchaban, sino que permanecían quietos, y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara, y la mano quedaba suspensa en el vacío. Y contemplaba la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber. Y, en un instante, todo volvió a su anterior movimiento y a su ordinario curso".

Ese universo físico detenido (que, en cierto modo, nos recuerda el "silencio como de media hora" que se hace en el cielo cuando se abre el séptimo sello, según la narración del Apocalipsis), silencioso y suspendido en el tiempo, trata de expresar metafóricamente y con una gran belleza plástica y poética la conmoción que el mundo experimenta ante la epifanía de la divinidad, porque Jesús acaba de nacer en la gruta, mientras José corre en busca de una partera.

De algún modo, nuestros belenes reflejan esa misma conmoción, esa misma inmovilidad del universo, con sus cabritos y sus pastores y sus ríos detenidos, pasmados ante lo que acaba de ocurrir, como si la edad hubiese dejado de arañarnos con sus zarpas, como si de repente los relojes hubiesen dejado de medir el tiempo, para rendirse a la eternidad.