por Andrea Tornielli
19 Diciembre de 2024
Hace ochenta años, el 24 de diciembre de 1944, Pío XII pronunció un radiomensaje de Navidad «a los pueblos del mundo entero» en el que reflexionaba sobre el tema de la democracia, que fue objeto de una conferencia organizada por el Comité Papa Pacelli y presidida por el cardenal Dominique Mamberti. Entre los ponentes se encontraba Luca Carboni, del Archivo Apostólico Vaticano. Aquel mensaje radiofónico, emitido en un mundo todavía sacudido por la tragedia de la guerra, representa la primera formalización del personalismo cristiano de Jacques Maritain aplicado a la política, postulando la centralidad de la responsabilidad y la participación de cada ciudadano en la gestión de los asuntos públicos.
Hay muchos puntos de actualidad en ese texto magistral, considerado una forma de «bautismo» de la democracia: desde el principio fundador de la dignidad del hombre hasta la unidad de todo el género humano; desde el «no» firme y decisivo a la guerra de agresión como solución legítima a las controversias internacionales (el Papa Pacelli gritó en aquella ocasión: «¡Guerra a la guerra!»), hasta la esperanza de que se constituyera un «organismo de mantenimiento de la paz», investido «de común acuerdo de autoridad suprema» (las Naciones Unidas).
Entre los pasajes proféticos del texto de Pío XII, que conocía bien los nefastos resultados del totalitarismo, figura ciertamente la distinción entre el pueblo y la «masa»: «El pueblo vive y tiene vida propia; la masa es inerte por sí misma, y sólo puede ser movida desde fuera. La masa... espera el impulso del exterior, juguete fácil en manos de quien explota sus instintos o impresiones, dispuesta a seguir, de vez en cuando, hoy esta bandera, mañana aquella otra». El Papa observó que la masa «hábilmente manejada y utilizada» también puede ser utilizada por el Estado. La masa manipulada se convierte en el «enemigo capital de la verdadera democracia y de su ideal de libertad e igualdad».
El riesgo de la manipulación del consenso es, en efecto, de gran actualidad. Hoy, más que en el pasado, a veces parece que no es la fuerza de los mejores argumentos y programas la que prevalece en las decisiones políticas, sino los resentimientos, los rencores, los instintos. El objetivo principal ya no es mejorar las condiciones sociales para todos, sino hacer que las sociedades sean competitivas, presentando las reformas como necesarias para no «quedarse atrás».
Las aplicaciones de la ingeniería genética, el uso de la inteligencia artificial, la carrera armamentística -por citar sólo algunos ejemplos- se perfilan como una necesidad estructural para seguir siendo competitivos. Sin embargo, como señalaba Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus, «una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo abierto o taimado, como demuestra la historia».
¿Cómo no pensar, viendo la situación actual, en los riesgos asociados a la manipulación de la información en la red, las fake news, la elaboración de perfiles con fines comerciales de «consumidores individuales»? ¿Cómo no pensar en la desaparición en sus raíces populares de lo que la Doctrina Social de la Iglesia define como «cuerpos intermedios», es decir, las asociaciones, los partidos y todo lo que surge desde abajo porque las personas se organizan para responder a las necesidades de la sociedad? Para que la democracia se realice, además de la promoción de los individuos, es fundamental el papel de la sociedad, por lo que son imprescindibles lugares y estructuras de participación y corresponsabilidad. Es necesario escuchar, dialogar, confrontarse. Es necesario abrir los ojos para evitar que las democracias se conviertan en oligarquías, con el poder en manos de quienes poseen inmensos capitales.
Al recibir el Premio Carlomagno en 2016 en el Vaticano, el Papa Francisco evocó una frase esclarecedora de uno de los padres fundadores de Europa, Konrad Adenauer: «El futuro de Occidente no está tan amenazado por la tensión política como por el peligro de la masificación, la uniformidad de pensamiento y sentimiento; en definitiva, por todo el sistema de vida, la huida de la responsabilidad, con la única preocupación por el yo.»