por P. Miquel León Padilla es Párroco de Santa María d
12 Septiembre de 2013Este verano leyendo “Diálogos con Pablo VI” de André Frossard, las palabras del Pontífice me ayudaban a reparar en un aspecto original, muy a tener en cuenta en este Año de la Fe: Pedir perdón a los no creyentes. En concreto a aquellos que rechazan la fe por el mal servicio que hemos prestado a la misma los creyentes. Él lo refería a formulaciones excesivamente severas y en ocasiones distorsionadas. Podríamos ampliarlo a determinadas concreciones históricas en que con amenaza se trató de imponer la Verdad frente al disidente; o con violencia “se forzó a creer” a pueblos lejanos; o al exponerla -en una dinámica apologética, a la defensiva- en modo tan absolutista que en muchos despertó recelo o rechazo.
Si nuestro deber es servir la Fe, hemos de revisar el modo en que lo hacemos y los métodos que empleamos.
Pensando en nuestros días, no son pocos los que se han alejado de la fe por el mal ejemplo de un cristiano, por la impostura de un sacerdote o por las malas formas de un religioso o religiosa. En definitiva, por la mala imagen de la fe que ofrecemos. Y no son pocos los que no se acercan a la fe por las deficiencias de nuestra vida cristiana, por lo mediocre de nuestro modo de vivir el Evangelio. Por nuestras rutinas e inercias, por nuestro apocamiento y tristeza, por nuestros disimulos torpes.
La fe se manifiesta atractiva, estimulante, cuando se contempla en los otros como ideal de vida lograda: “¡Yo también quiero vivir así!”. Ahí radicaba la fuerza misionera de las primeras comunidades. Su vivencia de la caridad, urgida por la fe, hacía creíble el Evangelio que predicaban con una sonrisa contagiosa, con el corazón amoroso y la mirada acogedora...Testimoniando la fraternidad entre ellos y la cordialidad para con el enemigo o el perseguidor. Estaban muy lejos de una fe fría, rutinaria, empobrecida.
Muchos no practicantes o indiferentes se amparan en este testimonio mediocre para no acercarse a la fe. Y, aunque una excusa es recurrente, no deja de dar que pensar. Si nosotros viviéramos la fe con más energía y vitalidad, con más fidelidad y entusiasmo, si ofreciéramos a nuestros contemporáneos un testimonio de fe viva, dinámica, implicada en la superación personal, en la mejora de la sociedad, sin duda, abriríamos caminos al Espíritu, despertaríamos el deseo de abrazar la fe a muchos contemporáneos nuestros.