por Andrea Tornielli
2 Octubre de 2024El Papa Francisco en sus viajes se deja interpelar y herir por la realidad que encuentra: no todo se puede preparar de antemano. Así sucedió también en el viaje a Luxemburgo y Bélgica que concluyó el domingo 29 de septiembre. Frente al Rey y al Primer Ministro belga que, en tonos diferentes entre sí, habían planteado el drama de los abusos a menores que ha pesado y sigue pesando como un peñasco sobre la vida de la Iglesia en el país y sus jerarquías, el Obispo de Roma dejó claro que un solo caso de abuso de menores por parte de clérigos es demasiado. Apartándose del texto preparado, citó a los «santos inocentes», las víctimas del rey Herodes, para decir que esto sigue ocurriendo hoy en día. No era la primera vez que el Papa hacía esta comparación: en febrero de 2019, al concluir la cumbre sobre abusos que convocó en el Vaticano, había citado a Herodes y su masacre de pequeños, y había añadido de paso que detrás de los abusos a menores «está Satanás».
En la homilía de la misa celebrada en el estadio Rey Balduino, Francisco quiso añadir algunos párrafos claros y contundentes, y lo hizo tras sentirse profundamente conmovido por el encuentro con algunas víctimas de abusos que había tenido lugar dos días antes, una conversación dramática y conmovedora que duró más de dos horas en la nunciatura de Bruselas. El Papa volvió «con la mente y el corazón» a sus historias y a su sufrimiento, para repetir que en la Iglesia no hay lugar para los abusos ni para su encubrimiento. Dijo que el mal «no puede ocultarse», sino que debe sacarse valientemente a la luz llevando a juicio al abusador, sea quien sea, «laico, sacerdote u obispo».
Hay otro aspecto importante en el que centrarse en las palabras de Francisco. Tanto en el palacio real belga como en la tradicional entrevista con los periodistas en el aire, el Papa citó estadísticas que muestran que la mayoría de los abusos se producen en la familia, en la escuela, en el mundo del deporte. De nuevo, no era la primera vez que lo hacía. Pero esta vez, con una claridad sin precedentes, quiso eliminar cualquier coartada para el uso interesado de esas cifras por parte de quienes quisieran defenderse subrayando las responsabilidades de otros y minimizándolas. Es cierto que la Iglesia, en el último cuarto de siglo, ha recorrido un camino que ha desembocado en leyes de excepción muy duras contra el fenómeno. Es cierto que otros no han dado los mismos pasos. Pero no es menos cierto que el abuso en el seno de la Iglesia es algo horrendo, que comienza siempre por un abuso de poder y una manipulación de la conciencia de los indefensos: familias que habían confiado a sus pequeños a la Iglesia para ser educados en la fe, creyéndolos a salvo, los han visto regresar mortalmente heridos en el cuerpo y en el alma. Por eso no se puede hacer un uso instrumental de las estadísticas, como para minimizar algo que no puede ni debe ser minimizado de ninguna manera, sino que debe ser combatido y erradicado con toda la determinación posible. Porque es un crimen que «mata el alma», como dijo en una ocasión Monseñor Charles Scicluna.
Por eso el Sucesor de Pedro, que siguiendo la estela de sus dos predecesores ha promulgado nuevas leyes muy estrictas para frenar el fenómeno, ha dicho que un solo caso de abuso de menores en la Iglesia sería demasiado. Y ha indicado a toda la Iglesia que la actitud más adecuada es la de la vergüenza, de la humillación y la de pedir perdón. Es la misma actitud penitencial que también propuso -malinterpretado- Benedicto XVI cuando afirmó que el mayor enemigo de la Iglesia no es el exterior, sino el pecado interior. Humillarse y pedir perdón son actitudes profundamente cristianas: nos recuerdan que la comunidad eclesial está formada por pecadores perdonados y que los abusos en su seno son una herida que concierne a todos.