Arde España

22 de julio de 2022

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A nadie se le escapa que el símbolo preferido de la barbarie es el fuego, del mismo modo que el símbolo preferido de la civilización es el agua. Los pueblos meridionales se reunían en el patio o en la plaza, en torno a una fuente; mientras los pueblos nórdicos lo hacían en torno a la lumbre. Cuando el hombre anhela dejar atrás la barbarie, excava un pozo, construye un acueducto, bautiza a sus hijos; cuando el hombre anhela abrazar la barbarie, danza en torno al fuego, quema pólvora, incendia un monte. En el incendio de los montes hay siempre un desfondamiento de civilización, un retroceso hacia la barbarie. Así que es completamente lógico que cada año ardan más árboles en España. Dimitidos de la claridad que viene del cielo, ya sólo nos puede alumbrar el fuego del infierno.

 

Cuando arde un árbol es como si un consanguíneo nuestro hubiera sido martirizado en los altares de la barbarie. Nada como el árbol ilustra las aspiraciones de una vida plena: hundidas en la tierra las raíces, sufrido y robusto el tronco, anhelantes de cielo las ramas, fecundos y sabrosos los frutos. Todas las civilizaciones dignas de tal nombre han visto en el árbol el 'axis mundi'; así ocurre, desde luego, en la civilización de la que hemos abjurado, que situó en el centro del Paraíso el primer Árbol de la Vida y más tarde el segundo y definitivo en el centro del Calvario y de la existencia humana. Frente a esta visión del árbol como 'axis mundi' está la visión bárbara que convierte el árbol en objeto de adoración o de avaricia, que a simple vista parecen acciones contrarias y sin embargo son complementarias. Así ocurrió en la noche de los tiempos, cuando los bosques podían ser sagrados, según los ritos panteístas; y a la vez podían ser salvajemente talados o quemados, para desguarnecer al enemigo y condenarlo a la hambruna. Y así ocurre en nuestra época bárbara, en la que los bosques pueden ser adorados por los pijos urbanitas con ínfulas ecologistas, que en su adoración extática pretenden dejarlos intactos, ignorantes de que allá donde no hay cabras que ramoneen ni labriegos que los limpien de pinaza, los bosques acaban ardiendo como la yesca. De este modo, la adoración del pijo urbanita con ínfulas ecologistas se alía paradójicamente con la avaricia del desaprensivo que necesita que arda el bosque, porque trata de obtener una recalificación de terrenos (para construir casas sostenibles) o de instalar un parque eólico (que, por supuesto, le subvencionan).

 

Y, mientras arden los bosques, arden también las discusiones bizantinas en torno a la razón de esos incendios, que a la postre sólo sirven para atizar el fuego de la demogresca. Para que los bosques dejen de arder, habría que volver a la civilización; y la civilización exige volver a cultivar la tierra, exige que nos volvamos a arraigar en ella como los árboles. Y, volviendo a vivir arraigados en la tierra, volviendo a cultivarla y renegando de avaricias y adoraciones bárbaras, dejará de alumbrarnos el fuego del infierno.

 

 

Fuente: Abc.es

 

 

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