Ha asegurado el decrépito Biden que no nos habíamos hallado tan cerca del «Armagedón nuclear» desde la crisis de los misiles de Cuba. En realidad, creo que nos hallamos mucho más cerca, porque en aquella crisis nadie -o casi nadie- estaba interesado en desencadenar el 'Armagedón nuclear', mientras que en la crisis actual me temo que hay demasiada gente deseosa de hacerlo. Por lo demás, las armas atómicas acabarán siendo utilizadas, más tarde o más temprano, como siempre ocurre con todos los artefactos salidos de la mano del hombre. Pues la tecnología ejerce sobre nosotros un efecto reverencial e hipnótico, haciéndonos creer dioses; y siempre termina apareciendo un hombre decrépito que le rinde adoración, para creerse Dios.
El vaticinio del decrépito Biden se ha envuelto en la retórica apocalíptica, para resultar todavía más intimidatorio. El fin del mundo, sin embargo, no se producirá porque se desencadene una guerra, sino por una directa intervención divina. El universo -nos recuerda Castellani- no es un proceso natural, sino «un poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y el desenlace, que se llaman teológicamente Creación, Redención y Parusía». Ahora bien, esa Parusía se anunciará por una serie de signos catastróficos, entre los cuales la guerra atómica tendrá un protagonismo cierto. Son muchas las ocasiones en que el Apocalipsis podría estar aludiendo a la bomba atómica: los «reyes que vienen del Oriente», más allá del río Éufrates, están armados de «fuego, humo y azufre» que les permite matar «la tercera parte de los hombres» (9, 18); el Anticristo realiza grandes signos, entre los que se cuenta «hacer bajar fuego del cielo a la tierra» (13, 13); y Babilonia, la ciudad prostituida del Apocalipsis, donde el poder del dinero esclaviza las almas, será destruida «en una hora» (18, 10). Aunque seguramente el pasaje que más puede asimilarse a los efectos de una guerra atómica sea el del sexto sello (6, 12-17). Y todo esto, ¿cuándo ocurrirá? Nadie sabe el día ni la hora. Tal vez mañana mismo; pero, como nos enseña San Pedro, para Dios «un día es como mil años y mil años como un día». Y prosigue: «El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión. Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará al descubierto. Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 Pe, 3, 9-13).
En efecto, este mundo no desaparecerá por un nuevo diluvio de agua, sino por un diluvio de fuego que no provocará Dios, sino los hombres; seguramente hombres decrépitos que necesitan creerse diosecillos. Y Dios, respetuoso de la libertad humana hasta el último día, lo permitirá, para después volver en gloria y majestad. '¡Maran Atha!'.
Fuente: ABC.es