Hay quienes llevan un luto, una enfermedad, un fracaso en familia, en silencio, sin compartir sus penas.
A veces uno no quiere entristecer a otros, o prefiere vivir su tristeza en soledad, como si se tratase de algo que no interesaría a familiares o amigos.
En realidad, es hermoso poder compartir las penas, encontrar corazones atentos para acoger a quien sufre y para darle apoyo y consuelo.
Si resulta bello encontrar escucha y cercanía en otros, también es bello saber acercarse a quien sufre para que al menos sepa que estamos disponibles.
Puede ser que alguien no desee abrirse, ni recibir consuelo, ni compartir lo que vive. Pero al menos se le ofrece una puerta abierta a la escucha para cuando lo desee.
En el mundo de prisas y de mensajes continuos que nos ha tocado vivir, nos alivia el alma saber participar en las penas de personas cercanas, conocidas, necesitadas muchas veces de un poco de escucha.
Luego, cada uno sigue su camino de curación interior. Hay quienes pronto asimilan la situación que han experimentado y reencuentran fuerzas para levantarse y seguir adelante.
Otros necesitan más tiempo y, por lo mismo, más acogida y espera. Al menos, saber que cuentan con verdaderos amigos dispuestos a escucharlos puede ser un primer paso hacia la sanación.
El gran Amigo, el que siempre tiene su Corazón dispuesto a escucharnos, es Dios. Solo Dios sabe consolar. Solo Dios llega hasta las penas más íntimas. Solo Dios da fortaleza en medio de las pruebas.
Consolados por Dios, podemos luego aprender a consolar a otros (cf. 2Cor 1,3-4). Entonces las penas se aligeran, aumenta la esperanza, y experimentamos lo hermoso que es aprender a dar y a recibir cariño entre quienes más lo necesitan.