En el mes de diciembre de 1793, un tribunal militar en Angers, Francia, condenó a muerte a unas dos mil mujeres. Muchas de ellas, en esas circunstancias dramáticas, sufrieron diversas formas de violencia, también de tipo sexual.
Algunos dirán que se trató de una entre tantas injusticias cometidas durante la Revolución francesa, como por desgracia ocurre en numerosas guerras y en conflictos sociales más o menos graves.
Pero ello no quita la dramaticidad del hecho. Porque no podemos olvidar que esas tres palabras, “dos mil mujeres”, no nos permiten acceder a sus rostros, a sus historias, a sus lágrimas, al dolor de sus familiares y amigos.
Historias como las de esas mujeres ultrajadas y asesinadas merecen ser conocidas. Resulta extraño que muchos hablen de una filósofa de Alejandría asesinada por una chusma de cristianos fanáticos del siglo V, y no digan absolutamente nada de tantas otras mujeres (u hombres) asesinados injustamente en otros momentos del pasado.
Sí, resulta extraño, porque quienes dicen defender la justicia y la dignidad de cada ser humano, deberían abrir sus horizontes y no quedarse en unos pocos casos famosos, mientras dejan de lado tantos otros casos, menos conocidos, que merecen un mínimo de atención.
Por eso vale la pena sacar de las tinieblas del semi olvido algunas historias de esas dos mil mujeres condenadas a muerte en 1793. Darles sus nombres y apellidos. Conocer sus edades. Quizá difundir retratos (si existen) de algunas de ellas para darles un rostro.
Todo ello sin olvidar que detrás de cada una de esas dos mil mujeres había padres y madres, esposos e hijos, hermanos y hermanas, y muchas otras personas que sufrieron inmensamente ante las injusticias y las crueldades que se abatieron contra ellas.
Sería deseable que quienes todavía exaltan la Revolución francesa como un progreso de la libertad, de la democracia, de la fraternidad, de la justicia, alzasen la voz para difundir y condenar aquellos crímenes cometidos por quienes se declaraban revolucionarios cuando en realidad eran miserables sin escrúpulos y asesinos de una crueldad inusitada.
Dos mil mujeres fueron humilladas y asesinadas en una ciudad francesa, en un tiempo de convulsiones y lágrimas interminables. Junto a ellas, miles y miles de personas fueron injustamente ejecutadas en la guillotina, o murieron por hambre en las cárceles, sin que su memoria reciba el recuerdo que merecen.
Esas dos mil mujeres, como tantos millones y millones de seres humanos, son víctimas de ese misterio del mal que ha escrito y sigue escribiendo tantas páginas humanas. Recordarlas es un mínimo gesto a favor de la justicia.
Rezar a Dios por ellas, y también por la conversión de sus verdugos, es posible cuando creemos que existe ese único Juez que conoce todo, y que puede hacer justicia a quienes han sufrido y esperan, más allá de la muerte, el triunfo pleno de la verdad sobre cada una de sus historias.