“Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo” (S. Juan de la Cruz), por lo tanto, también su vida.
La realidad es, a la vez, compleja y sencilla, bella y llena de contrastes, abismal pero también con dimensiones de cercanía. Nuestra apertura natural ante esto, no puede más que provocar asombro (en el sentido más profundo). Sí. Por eso cada día encuentro motivos de asombro, aunque mezclados con otros que generan preocupación. Uno de esos motivos es de especial transcendencia, a mi entender y es el misterio de la persona, de cada uno de nosotros. No deja de admirarme la riqueza de cada ser humano, su tremenda potencialidad y que sea irrepetible e insustituible de una manera tan original. Pero junto a esa riqueza descubro su fragilidad y su dependencia, que también me provoca estupor. Y me asombra este doble misterio, por un lado, de fuerza y potencialidad en varios aspectos y, por otro, de fragilidad en otros, y precisamente porque ambos aspectos coexisten y se tienen que dar en un equilibrio; cosa no fácil de lograr.
La grandeza de una obra de arte, o la de un acto libre, que no se deja reducir a nada anterior y por lo tanto es imprevisible, procede de la riqueza de la vida personal. Santo Tomás de Aquino, buen conocedor de este misterio presenta la explicación de tales actos a partir de sus manifestaciones. El mismo ser personal es esencial y, por ello, invisible a los ojos, pero sí se manifiesta. Precisamente por ser inmaterial algunos dudan de él, o lo reducen a las cuantificaciones de lo que se manifiesta. Nada más lejos de su ser propio. El valor de una vida humana no se mide por su tamaño, ni por su apariencia física ni por los logros que consiga, que son consecuencias o efectos de esa vida, pero que no se dan ni siempre, ni necesariamente, ni en toda circunstancia. El valor de una vida humana, en cambio, procede de su ser, que es personal, y ese ser es frágil y necesitado de sujeción y apoyo, sobre todo en ciertos momentos. Por eso hay que ser consecuente con su valor y no hacerlo depender de circunstancias cambiantes o ajenas a su ser. Nadie duda de que es la misma persona tanto si duerme como si está despierta, aunque sólo entonces somos capaces de pensar o de elegir, y por lo tanto tampoco debería dudar de que su valor es idéntico y no depende de las circunstancias. ¿Y qué decir de esa vida en sus estados iniciales, en que va desplegando lo que ya es, aunque no se perciba con los ojos? ¿No sería ilógico dudar de su valor?
Santo Tomás de Aquino habla con mucha fuerza y claridad sobre el valor de la vida y el rechazo, por tanto, de las acciones que no la respetan ni cuidan en lo que vale. En efecto, dice: “Entre todos los males que se pueden ocasionar al prójimo, el más grande es matarlo, de ahí que se prohíba” (Comentario a los Mandamientos). Y a continuación concreta las maneras en que puede matarse a otros: con las propias manos o con las palabras, y también, provocándola, por complicidad o al consentir en ella, cosa que sucede explícitamente “cuando se da muerte a una mujer embarazada” porque se mata también al niño que lleva en su seno. Por eso, la verdad objetiva de que cada vida humana importa en sí misma y que ninguna sobra, hay que personalizarlo hasta poder decir: cada vida nos importa porque su valor no depende de nosotros sino de sí misma.
Pero debemos completarlo con la otra cara de la moneda: Si cada vida es valiosa: tanto la del hijo como la de la madre, hay que apoyar a ésta especialmente cuando pase por circunstancias difíciles, para evitar caer en la falacia -falsa- de que el valor de la vida del hijo depende de sus circunstancias cuando, en realidad, vale por sí misma. Esto es obvio.
Si además pensamos que Dios mismo asumió esa vida humana desde sus inicios en el seno de una mujer, pasando por todos los estadios de su desarrollo, y que con ello nos mostró el elevado destino a que nos llama –vivir como sus amigos-, entonces el valor de cada vida se percibe mejor, y se puede defender con más fuerza.