Uno de los problemas que la Iglesia viene arrastrando desde hace largo tiempo es el de la crisis de la confesión. Es un problema de la Iglesia Universal, especialmente en Europa, como ya advirtió Pío XII cuando en 1946 pronunció la famosa frase: «El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado» (cf. Discorsi e Radiomessaggi, VIII, 1946, 288). Es una crisis prolongada, pues ya en mis tiempos de seminarista se nos decía, allá por los años cincuenta y sesenta, que la confesión estaba en crisis.
En un primer momento se pudo pensar que la causa era el modo de celebrar este sacramento, pero con el paso del tiempo se puede decir que esta crisis no es sino un aspecto singular de una crisis general que afecta a la fe cristiana y a todo el proceso de evangelización y catequización. La crisis se ha visto facilitada por una situación cultural bastante insensible al anuncio evangélico de conversión y penitencia. Quien carece o tiene muy imperfecto el sentido de Dios, difícilmente podrá tener el verdadero sentido del pecado y, por tanto, tampoco entenderá el significado y la necesidad de este sacramento. Se comenzó con un alarmante descenso en su práctica, que comenzó por los más tibios, pero se ha extendido a casi todos y es que es un sacramento no fácil, por su carácter penitencial. Como crisis es sencillamente eso: crisis, es decir algo no simplemente negativo, pues de hecho hay bastante gente que, cansada de las devastaciones producidas por nuestra sociedad actual, buscan un apoyo espiritual, que podrían encontrar, como de hecho sucede en ocasiones, en el sacramento de la Penitencia, especialmente si se les ayudase a descubrirlo con la colaboración de hombres de Dios que sepan administrarlo del modo más apto para favorecer el íntimo contacto liberador entre la conciencia y Cristo.
Es evidente que en el sacramento de la Penitencia están presentes dos personas, mejor dicho tres: el penitente, el sacerdote y Jesucristo. Los penitentes pueden decirnos que los sacerdotes no se sientan a confesar, mientras que los sacerdotes decimos que los penitentes no vienen y así estamos en un círculo vicioso que creo sinceramente que a quien le toca romperlo es al sacerdote, sentándose a confesar, aunque los penitentes no vengan. Ya llegarán, porque muchísima gente tiene necesidad de este sacramento. Tengo un gran recuerdo de mis primeros años en Roma, donde confesé bastante en mis primeros años de sacerdote, y luego en Santiago de Compostela y Medjugorge, donde literalmente no das abasto.
Está claro que el oír confesiones es una gran responsabilidad y soy muy consciente que en algunas ocasiones he metido la pata hasta el fondo. Pero en la parábola de los talentos Jesús condena al siervo que para no equivocarse no hace nada y es que ese ya está equivocado. Por otra parte pienso que el bien que he hecho y que un sacerdote normalmente hace en el confesionario compensa más que abundantemente al mal que puedes hacer. Te das cuenta que Dios se ha servido de ti como instrumento para devolver la paz y la gracia a muchas personas y te sientes feliz y realizado como persona y de hecho piensas que es de las cosas más bonitas que te pueden suceder en tu vida sacerdotal. Nuestra tarea de sacerdotes es ayudar al penitente a encontrarse con Dios, ayudándole a tener más claridad en sus problemas espirituales, de modo que pueda vivir más fácilmente su fe, formar su conciencia y desarrollar su vida cristiana. Debemos procurar que nuestro penitente descubra por sí mismo cómo debe obrar y qué exige de él el amor a Dios y al prójimo, favoreciendo su autonomía y no imponerle nuestra voluntad, aunque haciéndole consciente que Dios, de quien es hijo, le ama a él más que él a sí mismo.
Releyendo lo escrito hasta ahora noto que no he apenas hablado del tercer personaje presente en la confesión: Jesucristo, que actúa por medio de su gracia haciendo realidad lo que en tantas ocasiones el penitente pensaba era prácticamente imposible, y sin olvidar tampoco que cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la absolución es Cristo mismo quien confiere su perdón. Pero la absolución no es una palabra mágica: la absolución y el arrepentimiento del pecador no pueden ser considerados separadamente, pues son las dos partes constitutivas del sacramento del perdón, tanto más cuanto que en ambas está presente Jesucristo, en el penitente por su gracia y en el sacerdote como su representante.
La permanencia del sacramento está asegurada, pues es uno de los siete sacramentos, pero pidamos a Dios que los fieles cristianos lo estimemos y valoremos más y que sea un factor importante en nuestra vida espiritual.