A muchos cristianos les pesan las contrariedades y los imprevistos de la vida. Les pesan, lógicamente, situaciones como las que se viven en la prolongada cuarentena de una pandemia. En general, solemos ponernos muy nerviosos, aunque sea solo por el hecho de que a lo largo del día las cosas no han salido como se esperaban. Se nos está olvidando que el cristianismo es la religión de las sorpresas, tal y como acostumbra a decir el papa Francisco. No es una religión fatalista, en la que todo está determinado y solo puede suceder de una determinada manera. Dios es providente, sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y de vez en cuando se mete en la rutina de nuestras vidas y las transforma. No es una novedad. Pasaba en el Antiguo Testamento y sigue pasando en el Nuevo. El Dios de salvación es el Dios de las sorpresas.
Moisés, un pastor que tiene hecha su vida con su mujer y sus hijos, tras escapar de Egipto años atrás, se encuentra con la sorpresa de que Dios lo ha elegido para rescatar a su pueblo. Es tartamudo y tiene dificultades para hablar. ¿Cómo se va a presentar ante el faraón si sabe de antemano que la respuesta será negativa ante la petición de permitir salir al pueblo de Israel? ¿Por qué su pueblo va a aceptar que él ha sido llamado a conducirlo a una nueva tierra? Son argumentos para decir a Dios que no, para asustarse ante la sorpresa de una elección incomprensible. Y todo empezó porque Moisés había subido al monte al observar el extraño fenómeno de que una zarza ardía sin consumirse (Ex 3, 6). Un cristiano también debe tener los ojos y los oídos bien abiertos, por encima de la saturación de imágenes que nos asaltan a diario, para ver lo que Dios quiere de él. El Espíritu Santo va sembrando de inquietudes y de inspiraciones nuestro caminar diario. Hagámosle caso, pero tengamos en cuenta que hacerle caso implica estar abiertos a la sorpresa.
El profeta Samuel es también un hombre sorprendido. Va en secreto a Belén a ungir a uno de los hijos de Jesé como rey de Israel (1 Sam 16, 1-13). En un principio, se deja guiar por las apariencias físicas, el porte externo de aquellos jóvenes, pero Dios le da la sorpresa de elegir al muchacho más joven, David, un pastor que no se encontraba en ese momento en la casa. La sorpresa fue para Samuel, aunque también para David. Llama la atención que el joven no ponga obstáculos a su unción. Simplemente se deja hacer. Confía en el profeta enviado de Dios, y Dios le recompensará haciendo del Mesías un descendiente suyo. Tampoco nosotros debemos poner obstáculos y aceptar las previsiones de Dios, incluso en aquellas cosas que no nos parecen lógicas y que habríamos hecho de otro modo. Primero, la sorpresa, pero luego la aceptación, la confianza en un Dios que es, ante todo, Padre.
En el Nuevo Testamento, Pablo es otra gran sorpresa de Dios. No ha sido discípulo de Cristo sino un encarnizado perseguidor, uno de aquellos que pensaban que estaban rindiendo un servicio al Señor con la persecución de los cristianos, desviados de la ortodoxia farisea en la que él se había educado. Otra vez la sorpresa divina, esta vez en el camino de Damasco. La respuesta del perseguidor es: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hch 9, 6). Una vez más la docilidad, la vida anterior queda atrás. Hay un punto de no retorno porque se ha elegido una vida mejor, aunque la senda para transitar por ella pueda resultar estrecha.
Por lo demás, Jesús es la sorpresa más inesperada de Dios. Fue una sorpresa para los judíos, que esperaban un Mesías guerrero y victorioso, pues nace en un pesebre y muere en una cruz. Jesús sigue siendo una sorpresa para los hombres de todos los tiempos, pues sus palabras salen al paso de las categorías y valores de este mundo. Él mismo va llenando de sorpresas su vida pública. Sorprende a la samaritana al detenerse a hablar con ella aun siendo judío (Jn 4, 9), sorprende a Zaqueo cuando le pide hospedarse en su casa (Lc 19,5) y también sorprende al joven rico cuando le dice que le siga y renuncie a sus bienes (Mc 10, 21). La sorpresa exige la respuesta de la docilidad, pero en el caso de aquel joven vemos que no aceptó la sorpresa y se marchó muy afligido porque tenía muchos bienes.
El papa Francisco nos recuerda que tenemos que tener el corazón abierto ante las sorpresas de Dios. La más sorprendente de todas es la resurrección de Jesús. Las que mejor la aceptaron fueron las mujeres que corrieron a anunciarla a los discípulos (Mt 28, 8), pero aquellos hombres, que habían gozado de la intimidad del Maestro, no quisieron recibir la sorpresa. Tal fue el caso de Tomás, pero, como dijo el pontífice en la Pascua de 2018, el Señor también tiene paciencia con los que no van tan deprisa. Tiene paciencia con todos y cada uno de nosotros.