Carta a Don Matteo Zuppi: El yo frente al nosotros

Querido Don Matteo: Tras felicitarle por su reciente nombramiento como cardenal, quiero contarle que encargué a unos amigos, que visitaban por primera vez Bolonia, la compra de su último libro Odierai il prossimo tuo. Lo consiguieron nada más llegar, pues lo adquirieron en la librería del aeropuerto. Esto llama la atención, pues en España sería poco probable que el libro de un obispo se vendiera allí. En este sentido aquí no hemos pasado de la librería religiosa, aunque en Italia no es así y supone una esperanza para el futuro, pues se está valorando que no solo es una obra religiosa, sino que está llena de sentido común.

Es muy probable que la vendedora del libro le conozca como el obispo de Bolonia, el prelado al que muchos llaman cariñosamente Don Matteo, y muy probablemente tengan en la cabeza esa serie de televisión de un sacerdote detective de dicho nombre interpretado por Terence Hill. Me permitirá decirle, con todo respeto, que le encuentro alguna similitud con el personaje de ficción, pues ese Don Matteo, versión italiana del padre Brown, llega con sencillez y mucho sentido común a acertadas conclusiones al final de cada episodio, pues se ha convertido en buen conocedor de la psicología humana. También su libro es de sentido común porque es un libro contra el miedo del tiempo presente, en el que la hegemonía del yo va acompañada del miedo a los otros. Pero si solo fuera una cuestión de miedo o desconfianza, podría tener algún remedio. Lo malo es que el miedo es capaz de engendrar odio, y entonces la convivencia humana se torna muy difícil.

Se diría, Don Matteo, que los siete pecados capitales, que para algunos contemporáneos son los siete pilares de la sabiduría del yo, están muy presentes en el clima que conduce al miedo y al odio. Y como bien apunta en su libro, el antídoto del miedo es el amor. El mandamiento de Jesús sigue siendo el único camino: amarás al prójimo como a ti mismo. Sin embargo, si ese precepto se sustituye por un odiarás a tu prójimo, terminarás haciéndote daño, tal y como sucede en todas las reafirmaciones del yo, que siempre llevan a la soledad. La soledad es el tremendo mal del hombre de nuestros días, y es un mal que se autoinflige al creer que la soledad es una suprema expresión de la libertad. A esto lleva la dictadura del yo: al fin del nosotros, por emplear un título de un libro reciente del cardenal Vincenzo Paglia. La “yolatría”, como usted dice ingeniosamente, es una idolatría.

Hoy es un lugar común decir que tenemos que encontrarnos a nosotros mismos, pero a mí esas recomendaciones siempre me han sonado como una invitación a la soledad. Se diría que encontrarse a uno mismo pasa inexorablemente por prescindir de los demás. Eso es la negación del amor. Por el contrario, en su libro señala un camino muy diferente para encontrarse a sí mismo: debemos amarnos para ser capaces de amar a los demás. Si entendemos la libertad únicamente como hacer lo que queremos sin tener en cuenta las consecuencias, sean buenas o malas, no nos estamos queriendo a nosotros mismos. Como usted bien apunta, para encontrarnos debemos entregarnos a los demás y así nos encontraremos de verdad. Coincido también en que la pregunta clave no es el consabido ¿Quién soy yo?, ese mantra autorreferencial, sino ¿Para quién soy yo?

En la soledad no hay vida verdadera, pese a las consignas de autonomía que se nos predican desde todas partes: haz las cosas tú solo, no dependas de otro... Recuerdo haber leído en una de las homilías de Estambul de monseñor Angelo Roncalli que, para aplicar realmente el evangelio, la parábola del buen samaritano sirve para resolver cualquier duda. Precisamente hace usted referencia a un icono del cristianismo oriental que representa al buen samaritano y al hombre que fue apaleado por los ladrones con los mismos rasgos: los de Cristo. Yo también he visto una imagen similar en el hospital de San Juan de Dios en Granada. En efecto, para un cristiano, los otros son Cristo, y todo cristiano se asemeja más a Dios cuando se ocupa del otro.

Don Matteo, también subraya usted acertadamente que los cristianos nos hemos centrado tanto en cuestiones de fe, que a veces hemos descuidado el amor. Un santo tan popular como san Antonio de Padua, que para algunos es poco más que una piadosa devoción, decía que, sin amor, la fe muere. Sí, en efecto, existe un sacramento del hermano, un sacramento del pobre, como dice su libro. Por lo demás, Benedicto XVI, y antes san Juan Pablo II, supieron expresar muy bien en sus enseñanzas la relación entre la Eucaristía y el amor al prójimo. Cualquier otra cosa es una fe destinada a apagarse lentamente, una fe sin obras, la fe muerta de la que habla el Apóstol.