Hay quien reduce la vida del ser humano en el mundo actual a un conglomerado de prisas y preocupaciones, por lo que no es extraño que algún escritor, como el británico W.H. Auden, calificara a los tiempos modernos como la edad de la angustia. Tiempos de falta de certezas y de incomunicación porque en el afán de afirmar nuestra independencia podemos caer fácilmente en la soledad que acosa a quien hace profesión de fe de la desconfianza. Un cristiano que quiera seguir los pasos de Cristo puede darse de bruces con esta sombría realidad, pero cuenta con su fe y el amor de su Maestro para continuar su camino no solo con serenidad sino también con alegría. También le ayudarán los ejemplos de los santos, compañeros alentadores en medio de la existencia, y especialmente los más cercanos en el tiempo, gente corriente o santos de la puerta de al lado, en expresión del papa Francisco.
Una de estas personas, beatificada en Madrid el 18 de mayo, es Guadalupe Ortiz de Landazuri, perteneciente al Opus Dei, una mujer, en la que se mezclaban la energía y la amabilidad, que destacó en el estudio, al alcanzar un doctorado en Química, y en las labores docentes. Cuando alguien llega a los altares, son muchos los que quieren conocer detalles de su vida y sus circunstancias personales, y en el caso de Guadalupe se han publicado libros, impartido conferencias y organizado exposiciones para acercarse a esta singular mujer, en la que la santidad, ahora reconocida de la Iglesia, va de la mano de la naturalidad y la humildad.
He leído anécdotas de su vida y también he visionado algunos videos que sintetizan su existencia y sus tareas apostólicas en España, México e Italia, aunque tengo que reconocer que mi fuente de información más apreciada, pues he tenido escribir en alguna ocasión páginas dedicadas a los santos de todas las épocas, son los escritos. En ellos puede indagarse en la espiritualidad de una persona, aunque estoy seguro de que hay infinidad de santos que pasarán por el mundo sin escribir una sola línea, atentos tan solo a las necesidades de Dios y de los demás. En el caso de Guadalupe, su alma queda un tanto al descubierto en las cartas que escribiera a san Josemaría Escrivá de Balaguer. Cartas afectuosas, en la que con toda sencillez se exponen las inquietudes de la vida ordinaria y la intimidad de su trato con Dios. El libro electrónico Letras a un santo presenta una selección de textos de las más de trescientas cartas dirigidas por Guadalupe al fundador del Opus Dei.
Hoy muchos piensan que el género epistolar es algo a extinguir y que determinadas cartas solo tienen interés en función de conocer mejor una época. Las cartas serían como hojas desgajadas de su tiempo, papeles amarillentos de unos años ya consumidos. Pero una buena parte del Nuevo Testamento son cartas y todavía nos siguen interpelando, e inspirando, dos mil años después. En el caso de Guadalupe, he querido meditar algunas de ellas para convertirlas en tema de oración y reflexión.
Tomo, por ejemplo, este extracto de una carta fechada en Bilbao el 11 de noviembre de 1946, en la que Guadalupe habla de su relación de cercanía con Jesús: “Todo lo que me preocupa se lo digo y me quedo más tranquila. Yo me paso el día pidiendo por lo que me parece más urgente y me da la sensación de que el Señor me oye. Estoy contenta y cuando parece que todo se pone negro, no me desanimo y, efectivamente, al poco rato las cosas se ven de otra manera”.
Es un testimonio de como Dios está muy presente en la vida de esta mujer. Para cualquier cristiano, no existente auténtica vida sobrenatural sin tener conciencia de la presencia de Dios. Desde el momento en que Dios se nos hace presente, y no es algo lejano en las nubes, no hacemos de la vida compartimentos estancos. La unidad de vida, a la que debe aspirar todo cristiano, se alimenta de la presencia de Dios. Con el mismo corazón con que tratamos a los que tenemos al lado, tenemos que tratar a un Dios que se caracteriza, ante todo, por ser padre. A un padre, a una madre se le cuentan las preocupaciones y los proyectos. Esto nos lleva por caminos de infancia espiritual, caminos de abandono que es a la vez seguridad, y la auténtica seguridad siempre produce alegría. Pase lo que pase, la sombra paternal de Dios estará de continuo a nuestro lado.
En otra carta, escrita en México D.F. el 24 de abril de 1955, se percibe una vez más la idea de la filiación divina en Guadalupe, que necesariamente desemboca en el amor de un Dios siempre presente: “Puedo asegurarle que, sin altos ni bajos, casi constantemente encuentro a Dios en todo con demasiada naturalidad. Creo que soy muy tranquila. Esa seguridad de Dios en mi camino, junto a mí, me da ilusión en todo, me hace fácil las cosas que antes no me gustaba hacer, de modo que, sin pensarlo, las hago”. Vemos aquí como el amor divino no es tan diferente del amor humano, que acepta privaciones o sacrificios para hacer feliz al amado. Cuando se ama de verdad, pocas cosas resultan excesivamente costosas. Pero esto solo lo puede hacer un corazón grande, de esos que han sabido darse cuenta de que Dios nos ha amado primero.