Hay quien asegura que las bibliotecas han sido derrotadas por las pantallas, algo que me recuerda a un personaje de Víctor Hugo que afirmaba que la catedral sería vencida por la imprenta. El pronóstico no se cumplió, como tampoco se cumplirá el del que los libros de papel están destinados a desaparecer porque no pueden competir con la inmediatez de las pantallas. Por eso convendría recordar que los lectores de libros no son una especie en extinción porque siempre habrá personas, aunque sean una minoría, capaces de rebelarse contra la tiranía del tiempo y el culto inexorable a la productividad. Ha caído en mis manos un libro que invita a leer y eso no es cualquier cosa, no es el ejercicio erudito de un especialista, aunque la erudición de su autor esté más que probada. Un libro que invita a leer no siempre suele llegar a conocimiento de los más jóvenes, pero bastará con que llegue a algunos padres y profesores, a comunicadores de toda índole, que sepan descubrir a otros la aventura de leer. Me estoy refiriendo a Educar con Julio Verne (PPC) escrito por Fernando Vidal, profesor e investigador social en la Universidad Pontificia Comillas.
En su libro Últimos testigos, la escritora y Premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexievich alude a la novela Los hijos del capitán Grant de Julio Verne. Será la lectura favorita de un niño durante los terribles días de la Segunda Guerra Mundial, un libro que lee poco a poco y esconde para protegerlo de cualquier deterioro. Lo lee y lo relee a lo largo de cuatro interminables años y, según la autora, se convierte en “una pequeña felicidad, cargada de esperanza, frente a la hostilidad del mundo exterior”. Lo de menos serían las aventuras de sus protagonistas a lo largo del hemisferio sur. Lo realmente importante es la esforzada y persistente búsqueda de un padre por unos hijos, Robert y Mary, que no quieren verse privados de él. El tono humano está por encima de los detalles técnicos o las referencias geográficas e históricas. Es quizá lo que debió de atraer a aquel niño bielorruso, y también responde al propósito de Fernando Vidal: presentar las novelas de Julio Verne como un marco extraordinario para las relaciones humanas. Los libros de Verne son historias de vínculo, de fraternidad, de amistad, de familia. Por eso se puede educar a través de ellas. No presentan, sin embargo, un mundo idílico porque la segunda mitad del siglo XIX fue también la época del imperialismo colonial, del culto a la tecnología que se convierte más en instrumento de poder de unos pocos que de progreso para todos. No son rasgos de un pasado remoto, sino que además están presentes en la actualidad. Podría decirse que el escritor francés no solo se anticipó al siglo XX sino también al XXI, y no es casualidad que, en una de sus obras distópicas, París en el siglo XX, un poder oscuro, el de una minoría industrial y tecnológica, ordene que la lectura esté proscrita, aunque las bibliotecas sigan existiendo.
Julio Verne nunca llegó a formar parte de la Academia Francesa. Los académicos lo consideraban un autor de obras populares y divulgativas, cuando no de mero entretenimiento. Sin embargo, Fernando Vidal nos descubre en su libro que en Verne la aventura va siempre de la mano de la esperanza. En su obra el mal no tiene la última palabra, hay un lugar para los héroes, los que se esfuerzan para combatir los obstáculos y vencer al mal. A diferencia de otras obras literarias, sus héroes no son solitarios ni ensimismados. Sí lo son en cambio, algunos científicos de sus obras, precursores casi nietzcheanos de la voluntad de poder. En ellos el conocimiento se torna en locura, pues no es un conocimiento al servicio de la sociedad, sino que solo sirve para alimentar su ego y afán de dominio. Con todo, algunos son susceptibles de redención, como el capitán Nemo, el protagonista de Veinte mil leguas de viaje submarino, que será capaz de salir de su restringido universo personal en La isla misteriosa.
Hay una frase de Lady Glenarvan en Los hijos del capitán Grant que resume muy bien la visión del mundo de nuestro escritor: “El hombre ha sido formado para la sociedad, no para el aislamiento. La soledad no puede engendrar más que desesperación”. Es sabido que muchos escritores gustan de la soledad y algunos la aman hasta el extremo. La soledad era ciertamente necesaria para un escritor como Julio Verne, aunque no hasta el punto de ser preferida a la amistad. Cultivaba profundas amistades sin caer en esa frivolidad que en algunas personas va asociada a este tipo de relación. La amistad para Verne implica una cooperación con los otros. La compasión en la propia vida y en las miradas y actitudes de algunos de sus personajes son rasgos definitorios del escritor francés. Es sabido que la razón y la ciencia fueron elevadas a una categoría suprema en el siglo XIX. Verne las tiene en gran estima, pero su punto de referencia fundamental es la amistad. Sin la amistad social, la razón o la ciencia degeneran hasta convertirse en monstruos.
Fernando Vidal subraya una curiosa característica de determinados personajes del novelista: su orfandad. Casi la mitad de ellos son huérfanos, aunque eso no les sume en el abatimiento. Buscan la fraternidad y la amistad en personas que les rodean. Hacen con ello un gran ejercicio de realismo, opuesto a esos idealismos, a menudo llamados ideologías, que quieren conformar el mundo a su medida y vivir por encima de los límites de la realidad. Lo dice Vidal con certera precisión: Verne pretende familiarizar el mundo. En su obra hay lugar para abrazos, lágrimas, excesos y emociones extremas. Por eso el escritor francés no solo es un narrador de aventuras. Puede ser un gran educador en todos los tiempos, también en esta sociedad posmoderna del siglo XXI.