El amor es la realización más completa de las posibilidades del ser humano. Es lo más íntimo y lo más grande, donde se encuentra la plenitud, lo que más puede absorberle por entero. El entusiasmo mayor que tienen en su vida la mayoría de los seres humanos.
Cuando el placer y el amor se unen a la entrega mutua, es posible entonces alcanzar un alto grado de felicidad y de placer. En cambio -como ha escrito Mikel Gotzon Santamaría-, cuando prima la búsqueda del simple placer físico, ese placer tiende a convertirse en algo momentáneo y fugitivo, que suele dejar un poso de insatisfacción. Porque la satisfacción sexual es en realidad solo una parte, y quizá la más pequeña, de la alegría de la entrega sexual con alma y cuerpo propia de la entrega total del amor conyugal.
Pero no siempre es fácil distinguir lo que es cariño de lo que es hambre de placer.
A veces es muy claro. Otras, no tanto. En cualquier caso, en la medida en que se reduzca a simple hambre de placer, se está usando a la otra persona. Y eso no puede ser bueno para ninguno de los dos. Cuando se usa a otra persona, se utiliza y se rebaja su intimidad personal.
El ámbito sexual ofrece, más que otros, ocasiones de servirse de las personas como de un objeto, aunque sea inconscientemente. La dimensión sexual del amor hace que este pueda inclinarse con cierta facilidad a la simple búsqueda del placer, a una utilización que siempre rebaja a la persona, pues afecta a su más profunda intimidad.
Al ser el sexo expresión de nuestra capacidad de amar, toda referencia sexual llega hasta lo más hondo, al núcleo más íntimo, e implica a la totalidad de la persona. Y precisamente por poseer tan gran valor y dignidad, su corrupción es particularmente perniciosa. Cada uno hace de su amor lo que hace de su sexualidad.